Imagen de una casa en el barrio Bomudi/Bata
OBRA: Vacaciones con los abuelosAUTOR: Silvestre Nsue Nsue Nchama
Los niños estaban muy contentos, habían aprobado el curso y sus padres ya no tendrían escusa alguna para no llevarles al pueblo. Ntonguan, la mayor, estaba especialmente alegre, pues había pasado algunas vacaciones con sus abuelos. No recuerda si fueron las navidades o la pascua, pero para ella, la experiencia había sido genial y quería repetirla.
Cuando ya faltaban pocos días para el viaje, Ntonguan y Mba, su hermano pequeño, estaban tan emocionados que ya casi no hablaban de otra cosa, la ilusión por divertirse con sus abuelitos les tenia intrigados.
Los abuelos, a pesar de tener casi setenta años, siempre disfrutaban de la compañía de sus nietos. Cuando llegaban los pequeños, parecía quitárseles veinte años de encima al instante: los cargaban, los llevaban de paseo, de excursión al bosque, a la finca, al rio…; y se podía notar la felicidad que se alumbraba en sus rostros, que tomaban un tono más cálido, más vivo, más lozano... Y solo se interrumpía esta felicidad, cuando se terminaban las vacaciones y los muchachitos tenían que regresar a la ciudad.
…
El pueblo de los abuelos de Ntonguan, es el lugar más bonito del mundo, —como solía pensar ella. — Es un pequeño poblado que está perdido en las profundidades de la selva ecuatorial, dormido sobre sábanas verdes; cubierto por un manto que es a veces azul, a veces rojizo, a veces gris, a veces amarillento…, pero siempre hermoso. Arrullado por suaves vientos; bendecido por lluvias; y de vez en cuando, azotado por alguno que otro torbellino. Tiene un clima tropical que es, en ocasiones demasiado caluroso y en otras, demasiado humado. No lo adornan montañas, ni lo surcan enormes ríos; es un pueblo pequeñito, tranquilito y muy alegre. Las fiestas duran una semana o dos…, puede que más. En el poblado todos se conocen entre sí, y conviven en armonía. Durante las vacaciones, el pequeño pueblo se llena de gente que viene de distintas partes del país, de distintas ciudades. Y todos comparten sus experiencias. Y por dos meses…, dos largos meses, todo el pueblo se viste festivo y alegre.
— ¿Habéis metido todo lo que queréis llevaros al pueblo? — preguntó Ndong, el padre de los muchachitos, dirigiéndose a ellos, mientras estaba intentando cerrar las atiborradas maletas que habían preparado.
—Sí, papá. — contestaron los hermanos al unísono.
—Pues, si todos estamos listos, ya nos podemos marchar. Como tardemos mucho más al final acabaremos perdiendo el vuelo. — sugirió Andeme, la madre de los pequeños.
No habían terminado sus padres de cerrar la puerta de la casa y los niños decidieron echar una carrera para ver quién llegaba al coche primero. Entre risas y algún que otro empujoncito, Mba acabó ganando a su hermana.
—¡Gané! — gritó el muchachito. Soy el mejor y tú la más lenta — dijo riéndose.
— Claro, empujando. Haciendo trampas así cualquiera gana. — se quejó Ntonguan.
— ¿Queréis dejar de pelearos y subir al coche, por favor? — requirió su padre quien se acercaba sobrecargado detrás de ellos.
Los dos se precipitaron a dejar las mochilas en el maletero, subieron al coche, se sentaron cada uno en su asiento y se abrocharon los cinturones. Andeme, les dio un último repaso para asegurarse de que los cinturones estaban bien colocados. Y una vez que ella se aseguró de que todo estaba en orden, Ndong arrancó el vehículo y emprendieron el viaje.
…
Después de tantos años, volver al pueblo, había despertado en el padre de los muchachos, emociones que llevaban mucho tiempo dormidas; recuerdos que ya hacía mucho que no venían a su memoria. Y se sentía ligeramente abrumado, —un poco agobiado— diría él. Pero no quería que sus hijos lo notaran, y por eso, estuvo sonriente todo el viaje.
Llevaban todo el año preparando estas vacaciones. Los niños, a fuerza de mucha persistencia y mucho vigor, habían logrado convencer a sus padres al inicio del año, que las vacaciones de verano fueran a pasarlas en el poblado con sus abuelitos, estaban muy ilusionados con ello.
Salir de Malabo a la ciudad de Bata, fue cosa sencilla, el vuelo no duró nada; unos cuarenta y pico de minutos que se pasaron volando en un plis plas.
Durante el vuelo, Ndong no pudo evitar recordar la cara de su padre. Nunca se le había olvidado, pero ahora que estaba tan cerca de él, la podía ver en su mente con más vivacidad. Se imaginaba su expresión de alegría mezclada con un ápice de sorpresa, quizás también un poquito de melancolía.
—Seguramente se sentiría muy feliz de poder abrazar a sus nietos— se dijo Ndong en sus adentros. Se imaginaba, cómo se iluminaria el rostro de su padre, con aquella hermosa sonrisa que le borraba años de arrugas, devolviéndole las energías de su juventud en un instante. Se imagina también sus ojos llorosos cuando tomara a Mba entre sus brazos y viera, cuánto había crecido el muchachito este que llevaba su mismo nombre…, todo era un mar revuelto de emociones.
Mientras Ndong se imaginaba todo eso; Andeme, su esposa, se había dormido profundamente a su lado, y los niños se entretenían jugando a los puzles con sus tabletas.
…
El padre de Ndong, era un hombre muy peculiar. No le gustaba la ciudad. Odiaba sus ajetreadas rutinas y sus ruidos exorbitantes que le robaban la calma; pensaba que vivir en estas grandes urbes no hacía más que llenar a la gente de enfermedades; además de hacerles olvidar sus buenas costumbres y tradiciones.
—La gente de pueblo siempre busca escusas para volver— solía bromear Ndong. Y es que, parecía dolerle al abuelo Mba, vivir fuera de su pueblo. Siempre quería volver.
Mba era un hombre viejo que le gustaban cosas sencillas: caminar en las sendas rurales de su pueblo, respirar la suave brisa de las mañanas mientras se iba a la finca; escuchar el canturreo de los pájaros, deleitarse en los miles de sonidos de la selva que, combinados todos, componían una bella sinfonía. Le gustaba despertar en las mañanas con el alegre cacareo del gallo. En su pueblo, Mba, el padre de Ndong, era muy feliz; pero fuera de él, se sentía como un pez fuera del agua.
—Mira al bosque— solía decirle a su hijo Ndong. — El bosque es un lugar muy hermoso e indomable; y nunca…, nunca…, absolutamente nunca, se ha rendido. No, el bosque no se ha rendido jamás, sigue luchando con incansable persistencia a la invasión de los hombres; ¿y cuántas veces ha ganado grandes batallas?, ¿cuántas fincas de agricultores que se han mudado a las ciudades ha reconquistado victorioso? — solía preguntarle reflexivo.
El bosque era el ejemplo perfecto de la resistencia que nunca saldría del corazón del abuelo Mba. Se consolaba a si mimo, al pensar que, si el bosque podía luchar, si la naturaleza podía seguir peleando contra la invasión de los agricultores y de los taladores, para no perder el gran entramado de seres vivos que se extinguirían si se rendía, si esto era posible…, entonces él también podía aguantar; debía seguir luchando para conservar su cultura.
Este pensamiento ocupa la mente de Ndong durante todo lo que les dura el viaje a Ebibeyin. Y solo se interrumpe su somnolencia cuando el bus se para en la barrera de Afan-Ngui, y sus dos hijos se ponen a batallar para ver, quién estiraba con más fuerza la camiseta de su padre, mientras gritaban como locos: — “! Ovianga!”, ¡queremos comer Ovianga…! — ¿Cómo podía decir uno que había viajado en coche de línea, si no se había deleitado en estos exquisitos manjares caseros de venta ambulante?, los muchachitos no se querían perder esta experiencia tan especial.
…
—¡Abuela Akele, ya estamos aquí! — gritó la pequeña Ntonguan emocionada, sin apenas haberse parado del todo el minibús que les había conducido al poblado.
— Abuelo, ¿Cuándo nos vas a llevar a la finca? — preguntó el pequeño Mba, igualmente emocionado.
Los niños saltaron de sus asientos resbalándose entre los brazos de sus padres, se precipitaron fuera del coche tropezando con los demás pasajeros, que se pusieron a gimotear disgustados. Tras bajar de aquel minibús viejo, saltaron directo a los brazos de sus abuelos y ellos respondieron con un fuerte y caluroso abrazo, escapándoseles algunas lagrimitas por la emoción.
Mientras los hombres de la familia bajaban el equipaje del minibús, ayudados por el “enganche”. La abuela Akele enormemente emocionada, le preguntaba sobre el viaje a Andeme, su nuera; quería saberlo todo: “¿desde qué hora habían salido de Malabo?, ¿qué habían comido? ¿y si los niños se habían mareado en el trayecto…?”.
—No Abuela, no nos hemos mareado nada — contestó Ntonguan muy orgullosa, interrumpiendo sin querer, este interrogatorio que parecía ir para rato.
—Pues vámonos a comer, he preparado vuestro plato favorito— dijo la abuela dirigiéndose a su nieta, con una gran sonrisa en el rostro.
—Corred, pasad al baño y lavaos las manos. Después a la cocina que os tengo una gran sorpresa.
Los dos niños salieron corriendo hacia la parte trasera del patio donde estaba el baño, y aunque parecía en un principio que iban a lavar solamente las manos, acabaron enzarzándose en una batalla campal en la que los dos acabaron totalmente empapados y con el suelo bien mojado.
Cuando entraron en la cocina, su madre les miró disgustada. Les dio un escarmiento por la trastada que habían provocado y les hizo esperar de pie hasta que estuvieran completamente secados. Y solo después, pudieron comer. Una vez que terminaron de comer, salieron al patio. Y mientras sus padres dormían una pequeña siesta por el cansancio del viaje, Ntonguan y Mba se entretenían en el patio jugando con el polvo.
El día pasó muy rápido y casi sin darse cuenta llegó la noche y con ella, el momento de irse a la cama. Con tantas emociones, los dos hermanos, hijos de Ndong y Andeme, no conseguían conciliar el sueño, así que, le pidieron a su abuelo que les contase una de sus historietas.
—Voy a hacer algo mejor — les dijo el abuelo con una sonrisa como la de un niño travieso en el rostro.
—¿Qué?, ¿qué?, ¿qué…? — preguntaron llenos de curiosidad sus pequeños nietecitos.
— Os voy a contar lo que vamos a hacer en estas vacaciones. — les contestó.
El abuelo comenzó a contarles los planes que había hecho junto a la abuela desde que supieron que sus angelitos vendrían a pasar el verano con ellos: excursiones, pesca, finca, visitar a los primos que viven en el pueblo de al lado… Pequeñas cosas que, tanto a Ntonguan como al pequeño Mba les parecían grandes aventuras, pues llevaban todo el año deseando ver a sus abuelos y pasar tiempo con ellos.
Poco a poco fueron quedándose dormidos, ya no podían aguantar más, estaban demasiado cansados por el día tan ajetreado que habían tenido.
En aquella noche, Ambos soñaron con las grandes vacaciones que iban a pasar con su familia y con unos abuelos que, para ellos, eran los mejores del mundo.
Fin