VIVE
Diez años desaparecen fugaces frente a mí.
Tras de ti, la vida es una mecha incandescente y fugaz,
consumida por la oscura sombra de un frio anochecer,
de un adiós para no volver.
Sentir la angustia, por la ausencia del calor de tu abrazo,
es un eterno tormento disipado de mi mente solo por momentos,
hasta que, acordado, brotan torrentes cristalinos dentro de mí,
rocío de mi constante suspirar, eterno llanto de mi vivir.
Quisiera que vuelvas para poderme despedir.
Si solo pudieras alargar un poquito más, tu estancia aquí;
te estrecharía, largo y tendido entre mis brazos,
hasta que la muerte se olvide de ti, o hasta que se apiade de mí.
Permítete, dulce madre, seguir siendo dueña de tu propia vida,
y llenar la mía de eterna y abundante alegría.
Despierta y vuelve a sonreír, ilumina mi existencia un día más.
LAS FLORES TAMBIÉN MARCHITAN
Solo quedaba una mancha borrosa en el recuerdo,
la memoria había borrado ya, aquel hermoso rostro angelical.
En mi mente, solo quedaba de aquella belleza, lo superficial;
como si estuviera mirando a través de una espesa gota de agua
cada vez que me atrevía a buscar en mis recuerdos, su rostro.
Y era casi como un delito,
casi como un atrevimiento más allá de lo que debía.
Aventurarme como un crío, por mi cerebro en busca de sus alegrías
y descubrir el vacío que había creado su partida, me afligía.
Mirar su rostro, pintado en aquel lindo cuadro, que un día se hizo
todo orgullosa de su propia hermosura,
es hoy como ver a través de la nada, a una desconocida
que se sitúa siempre frente a mí, devolviéndome la mirada,
sonriendo todo tranquila, como si su marcha no doliera,
como si no nos hiciera falta…, y es mentira.
EL ADIOS, DUELE MENOS CUANDO LE CULPAS A ELLA
La vi sobre la cama, “pálida”. Ella que siempre había sido fuerte;
se encontrabas apartada de sus energías…, derrotada.
¡Qué podía hacer! — salvo mirar sin fuerzas
cómo se desvanecían sus ánimos; cómo se nos marchaba,
—y yo, todo egoísta, culpándola de sus propios padecimientos.
La contemplé desde el otro lado de aquella sala de hospital.
La contemplé delirante, cansada y febril.
La muerte se la había acercado, sigilosa, astuta y malvada,
presta a despojarla de la vida, llevársela aprisionada.
Su perfecto rostro se había disuelto…, ¡marchitado!;
y puede que esto fuese lo que tanto miedo me había causado.
Todo cuanto quería decirla, se ahogó dentro de mí, acobardado.
Se nos iba…, y yo, no supe qué hacer, no supe cómo tomármelo,
y todo airado, la odié, como odia un crio a su madre;
al descubrir dolorosamente, que, las madres también mueren.