Silvestre Nsue Nsue Nchama
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LAS CRÓNICAS DE UN FUMADOR

Autor - Silvestre Nsue Nsue Nchama
abril 17, 2022
4


Silueta de un hombre adulto que fuma


    LAS CRONICAS DE UN FUMADOR


Los gritos me hacen despertar a las cuatro de la madrugada. La cortina está medio abierta. A través de la ventana entra la molesta luz de una farola y el resplandor plateado de la luna.

Los vecinos nuevos que acababan de mudarse a la casa de al lado, habían vuelto a comenzar con su ya acostumbrada riña. Desde que llegaron al barrio, no hacen más que pelearse todas las noches. Para ellos, cualquier remota circunstancia de tensión, es un motivo de pelea. Yo pienso que se pelean por puro aburrimiento.

Los muy capullos no permiten que pueda conciliar el sueño nunca, me obligan todas las noches a permanecer despierto por el ruido de sus discusiones; pero lo peor de todo, son las reconciliaciones que las siguen, y la muy tonta chilla entonces como alma que se lleva el diablo. Como si fuese la primera vez que tenía sexo. —¡Pienso que lo hacen aposta!

…

Me remuevo en la cama e intento dormir. Las sabanas, tras varias noches aspirando mi sudor sin recibir lavado alguno, ya se sentían pegajosas. Los mordiscos en el lóbulo se entremezclan con síntomas de ahogo, —me agobian sus gemidos

Hace unos meses que se me diagnosticó de tuberculosis, llevaba mucho tiempo con esta tos horrenda que revienta mis pulmones, hasta que un día decidí irme a la consulta. —Habría preferido morir en la ignorancia— Ahora por esta mala decisión, querían obligarme a pasar seis meses de mi vida, tragando unas enormes y asquerosas píldoras, por no mencionar que me obligaran a dejar de fumar. —Malditos toca pelotas…, mata sanos, ¡hijos de puta!

Enciendo un cigarrillo y lo sujeto entre dos dedos. Llevaba un tiempo sin probarme ni una sola colilla, lo sostengo durante un rato y, pienso en lo que me había dicho el médico: — ¿No puedo volver a fumar nunca?, ¡Qué estúpido el hombre! 

El placer del humo colonizando mi garganta como vía para arrasarme los pulmones, es casi hipnotizador. Los chillones de esta tonta ya me parecen cosa del pasado. El labio deja de temblarme y las ganas de meterle un guantazo al vecino repelente, se esfuman. —¡Qué puñetera maravilla extinguir un cigarro enterito en un segundo! Estos médicos estúpidos deben de estar locos, ¿Quién podría vivir sin fumar?

Mi padre compraba un cartón de tabaco cada viernes por la tarde. Veinte cajetillas que, el domingo después de comer, ya agonizaban. El cabronazo murió tumbado en el sofá, fumándose un porro tras otro, como si fuese una bolsa de pipas. Tengo el recuerdo de él recostado sobre la almohada, oculto tras una nube de humo. Y esa tos rompiéndole el pecho… ¡Qué gran espectáculo!

…

Ya casi se había esclarecido el día. El desvelo instalado en la habitación ya se había desvanecido. Ya no escucho alboroto en la casa de al lado, se habrán quedado dormidos tras cinco polvos mañaneros. —Esas relaciones tóxicas deberían estar reguladas por la Seguridad Social— al final, pagaríamos todos. María Jesús y yo, lo dejamos en el momento justo. Antes de arrojarnos platos a la cabeza y reprocharnos mil tonterías.

Necesito otro cigarro —susurro— uno que se revuelva en mis pulmones. Un paquete más y seré el hombre chimenea. Me asignarán un parque de bomberos e instalarán en el salón un par de extintores.

Con el estertor del cigarrillo, enciendo otro. El vecino de al lado ya no me sirve de excusa para mantenerme despierto, fumar sí. Beso el filtro suavemente, como si maría Jesús se hubiera reencarnado en él. La analogía final es que ambos me quitan la vida.

…

Abro los ojos y son las nueve cuarenta y cinco de la mañana. La luna plateada es ahora un círculo amarillo que amenaza con hornearnos como pollos que se sirven para llevar, todos brillamos grasientos bajo este sol matutino que, como un horno a fuego lento, le deja a cada uno en su punto.

Cuando me levanto de la cama, descubro la ciénaga de sudor formada en el colchón, como si el ruidoso ventilador que heredé de mi padre no hubiera hecho su función durante las escasas horas que logré encerrar el insomnio. Me asomo por la ventana. La vecina que la noche anterior me restringía el sueño, sale sonriente de su casa. El brillo en su rostro denotaba satisfacción, como si hubiese tenido una experiencia religiosa, un encontronazo con…, quizás la virgen María.

Me resultó extraño ver que después de la agitada noche que había tenido, estuviera llena de energías tan tempano; si yo estuviera en su lugar, seguiría durmiendo a esta hora.

Un hombre mayor se encontraba parado al borde de la acera, él al igual que la vecina, parecía haber tenido una noche increíble; en su caso particular, quizás estuviera disfrutando de la barra libre de algún bar clandestino del barrio. La enorme sonrisa que se dibujaba en el rostro de ella, se entrecorta cuando se cruza con aquel viejo.

—Hola señora Carmela— saludó este, acaloradamente, dirigiéndose a la vecina, como si se tratase de una muy… muy vieja amiga.

—Señorita Carmela. Por favor, ¡no hago boca!, no soy señora de nadie— le corrigió ella, con un insinuado coqueteo en el rostro.

—Vives con mi hermano, así que, quieras o no, eres la señora de Santos Ntutuma Mba Angué—, y con esto, los dos se pusieron a reírse, aunque la vecina se burlaba más bien.

—¿Tu hermano puede mantener a una mujer? —preguntó después— ¡tú mismo!, con esta cara de borracho que tienes, ¿puedes mantener a una mujer? — siguió tras una breve pausa.

—Habéis dormido a noche eh!, ¿a que sí? — bromeó él.

—¡Sí hombre!, y voy andar diciéndotelo a ti, ¡viejo chismoso! — respondió ella alejándose de aquél hombre que temblaba como un zombi desorientado al borde de la acera.

—¡Se te ve en la cara!, mi hermano te la ha montado, ¡pero bien! — gritó él, retomando su ruta, entrechocándose con los postes del alumbrado público.

…

Me puse a reír por el comentario tan machista que había hecho aquel viejo, —¡que viejo más pervertido! — pensé, mientras me disponía a preparar una tortilla de huevo con extra de cebolla.

Alguna gente no cambia con la edad —reflexioné en mi interior.

Recuerdo mi adolescencia, yo era así de descarado. Ahora, veinte años después, estoy seguro de que, esta no fue la mejor etapa de mi vida. Pero, para algunas personas es distinto, llegan a la vejez con sus costumbres de niños grandes, que se avivan aún más con la influencia de unas cuantas copas de alcohol que, para ellos, es como un certificado de cometer las más absurdas locuras, soltar barbaridades de sus embriagadas bocas, indiferentes del daño que puedan y causan, dicen cualquier cosa a cualquier persona. Los alcohólicos son realmente repugnantes y asquerosos. Al menos, en mi caso, solo soy culpable de fumar, no molesto a nadie ni durante, ni después de mis sesiones con el tabaco, mi único y verdadero psiquiatra, ni tampoco me pongo a alborotar como hacen ellos, ¡este comportamiento es una verdadera vergüenza!

…

Unos quince minutos después, tenía mi desayuno listo, si me hubieran dicho de pequeño que mi vida acabaría de esta manera, conmigo preparando mi propio desayuno, me hubiera puesto a reír en la puta cara de quien me lo dijera, ¿cómo imaginar que los, — “es para tu futuro” —, que decía mi madre, fueran tan ciertos?, debería haberla hecho caso más a menudo o al menos haberlo intentado.

…

No termino el primer bocado cuando empiezo a toser frenéticamente, es como si los malditos pulmones estuviesen esperando a que terminase de preparar el desayuno, para que pudieran rebelarse contra mí. Unos minutos después comienzo a vomitar ríos de sangre, como si se hubiera degollado un carnero en mi interior.

Lo siguiente de lo que me acuerdo, es de haber despertado sobre una fastidiosa cama de hospital que olía a muerte. Me encontraba ya, en el pabellón de los enfermos tuberculosos del hospital regional de Bata, la mirada del médico estaba fijada en el momificado cuerpo que, pálidamente se mecía sobre la camilla.

—¿Tú otra vez aquí? — me preguntó con la angustia en su decepcionado rostro.

—¡Buenas tardes doctor!, le veo con mala cara, ¿está usted bien? — bromeé.

—¿Que si estoy bien?, ¿Que si estoy bien?, pero… ¿usted se ha mirado al espejo últimamente?

—¿La verdad?, no he tenido tiempo, estaba demasiado ocupado intentando aferrarme a la vida, como puede comprobar usted mismo.

—¿Me está usted tomando del pelo?

—¿Cómo cree doc.?, claro que no, yo le respeto. Usted es una persona formada, y bien formada. Aunque eso sí, también un poquitín presumido ehhh, con su español raro de médico que nadie entiende…, ¿a que usted habla así para que sus pacientes se sientan estúpidos a su lado?, ¡a que sí!, puede admitirlo, ¡no le juzgaré!

—¡Vamos a ver!, ¿está usted enfermo?

—Pues claro que sí, ¿Cómo puede usted hacer semejante pregunta?, ¿Por qué quería yo, estar tumbado sobre una camilla maloliente si no fuese absolutamente necesario?

—Es que usted no valora su salud, estuvo ingresado aquí, y se fugó sin ninguna razón, ¿no quiere ponerse bien?

—¿Cómo haces preguntas iguales?, Claro que quiero curarme, ¿Quién no quería librarse de ésta tos horrenda que me retuerce los pulmones? ¿Qué cree usted que he venido hacer aquí si no es para buscar una solución a mi salud?, claro que quiero curarme. Pero…, la verdad es que pedís lo absurdo: ¿Quién podría dejar de fumar?, ¡dime!, ¿Quién podría cometer semejante estupidez?

—¿Esto significa acaso, que no puede dejar de fumar, aunque su vida dependiera de ello?

—¡Qué doctor más tonto está usted hecho ehhh!, y lo digo sin ánimos de ofenderle, ¿no sabe usted que todos moriremos algún día?, no importa si eres fumador o no, tarde o temprano todos acabamos estirando la pata. La pregunta correcta seria: ¿Cuantos días me quedan a mí?, esta es la cuestión que deberíamos plantearnos todos en cada nuevo amanecer.

…

Seguro que, con aquella respuesta, le dejé sin palabras, no volvió a decir nada sobre el tema, se quedó mirándome estupefacto, conmocionado, como si sintiera lástima de mí.

—Te vamos a ingresar con los internos— me dijo después, mientras iba caminando hacia la salida y apuntaba algo en una libreta que sostenía en la mano.

…

Costó adaptarme a la hospitalización de verdad. Durante los primeros días, no podía librarme del pensamiento de que, fumar era mi razón de vivir, sentía que, haber ido al hospital era traicionar mis principios y, que me mantuvieran encerado, era una violación a mis derechos. A pesar del tiempo que había pasado, la boca me seguía sabiendo a cenicero, los labios me seguían exigiendo el contacto con un cigarrillo. Echaba de menos sacarme un marlboro de la cajetilla y encenderlo. Anhelaba este momento de puro placer en el que enganchaba el cigarro con el pulgar y el dedo corazón y le daba una calada, quemando al instante la mitad del pitillo. El quejido de los pulmones me haría toser entonces y los ojos se me volverían escarlatas, como los de un hombre de verdad, me sentiría fuerte e invencible. Para celebrar el final del cigarrillo, inauguraría otro, con la esperanza de que, este sí, sería el definitivo. ¡Qué momentos aquellos!

…

Habían pasado dos meses, y yo seguía con la esperanza de que pronto me libraría de aquel calvario. Me quedé estupefacto al recibir la noticia de que debía permanecer hospitalizado durante los seis meses que duraría el tratamiento.

—El dinero que tengo ahorrado cubrirá solo los dos meses ya consumidos— le dije a la enfermera con la que estaba manteniendo dicha conversación.

—No debe preocuparse por los gastos del hospital— me respondió, y yo pensé: —¿pero..., ésta niña está loca?; ¿Cómo no voy a preocuparme por los gastos?, ¿Quién lo hará si no?

—El tratamiento aquí es gratuito y la hospitalización también— argumentó.

—Esto dices ahora, pero cuando llegue el momento de darme el alta, ya me traerán una factura millonaria, como hicieron con el primo del pueblo de un compañero de carrera de la sobrina del amigo de un vecino que antes vivía en mi barrio.

—¿Qué tenía tu vecino? — me preguntó irónica.

—No era mi vecino, he dicho que era, el primo…

—Sí… sí, te he escuchado la primera vez, ¿Qué enfermedad tenia? — repuso.

—Lo mismo que yo, ¿Qué cree, que voy por ahí hablando con la gente de cosas que no me interesan?, al estar enfermo tenía que informarme.

—¿Y en qué hospital estaba?

—De eso ya no me acuerdo eh…, pero me dijo que era como por parte de Camerún, por ahí, o eso creo.

—Pues…, no sé cómo son los programas de estos países —me dijo—, pero aquí en el nuestro, el tratamiento de la tuberculosis es gratuito, además de la hospitalización.

—Vaya por Dios santo, déjese de mentiras, ¿quieres?, ¡déjese de mentiras! …, como ya eres parte del sistema, ahora quieres convencerme, como un soso, para después despilfarrármelo todo, ¿verdad?, ¿es eso?, ¡qué se podía esperar de alguien como tú!, es usted una chupa sangre igual que los demás. Y yo que te pensaba diferente.

—¡Que no le estoy mintiendo!, ¡le digo la purísima verdad!, es un programa del gobierno destinado a ayudar a la población a luchar contra la tuberculosis, precisamente el programa va dirigido a gente como usted.

—¿Acaso está usted intentando decirme que las veces que escapé, porque no tenía el dinero para pagar el tratamiento, eran inútiles, y yo ya estaría del todo curado si hubiese continuado con la medicación desde el principio?

—¡Esto es justo lo que le estoy diciendo!

—¡Vaya por Dios!, ¡qué mierda de vida la mía!, ¿Cómo no informáis a la gente de cosas tan importantes?, si se tratase de un anuncio de San miguel, la pancarta estaría pegada en todas partes de la ciudad, con la letra bien clara, inconfundible..., pero como es algo de salud, ¡qué más da, cuánta gente muera en la ignorancia!, ¿verdad?, ¿es eso?

—Quédese tranquilo, ahora ya lo sabe. Si cumple con el tratamiento, podrá irse sano y salvo a su casa, sin ningún coste que salga de su bolsillo, ¿no es maravilloso?

…

¡Claro que sí! …, claro que era maravilloso, ¿Cómo imaginar que aquella simple y pequeña charla, pudiera servir para tanto?, Aquella enfermera resultó ser mi ángel de la guarda, mi salvadora. A partir de este día, cumplí con el tratamiento que me daban los médicos. En realidad, las cosas mejoraron bastante desde aquel día, después de aquella charla amistosa, procuraba disfrutar más de mi estancia en aquel hospital, intentaba disfrutar también de la comida que, al principio me parecía asquerosa y repugnante, bueno, no era nada exquisita en realidad, pero se acostumbra uno.

¡Ah!, aún no me he presentado, ¿verdad?, mi nombre es Antonio María Nkisogo Mba Nchama. Y esta es la historia de mi vida intentando escapar de la muerte, abrazándola.

…

Pero…, si termino de contar esta historia sin mencionar mi infancia, mis padres se retorcerían en sus tumbas, y seguro que salen antes de la resurrección para obligarme a redactarla, esto, sería realmente espantoso.

Tuve una infancia realmente feliz. Mis padres solo tuvieron un hijo, y a esa razón, me sobreexpusieron a los más extremos límites del mimo y la mala crianza, se podría decir que yo era el rey de la casa. Pero no por ello mi vida estuvo exenta de dificultades. Desde muy pequeño, la rebeldía se manifestó en mí. A los doce años, comenzó la etapa de mi adolescencia de la que, más me siento avergonzado, y a pesar de los constantes castigos de mis padres, yo no cedí nunca, siempre procuraba hacer las cosas a mi manera, y esta era la pesadilla de mi madre, quien veía cómo su unigénito se perdía, salida tras salida, robo tras robo, cárceles día y noche.

Mientras iba creciendo, la situación se hacía cada vez más difícil para mis padres, ya no cabía en mi cuello una correa que pudiera mantenerme sujeto, se podría decir que me había desviado del todo y este fue el principio de todos los desastres siguientes.

Cuando tuve quince años, discutí fuertemente con mi madre.

—¿Dónde sales? — me preguntó un día, tras pasar una semana fuera de casa, regresé como si no pasara nada, como si yo no hubiera hecho nada fuera de lugar y supongo que esto la molestó bastante

—¡De por ahí! — respondí indiferente

—No me des la espalda cuando te estoy hablando—, gritó furiosa, al ver que me estaba yendo directo a la cocina y, yo que solo quería beber un poquito de agua, pasé sin dar cuenta de lo que me estaba hablando.

—¿Por qué me haces eso? — preguntó conmocionada, te lo he dado todo, ¿Por qué ahora te portas como un verdadero capullo conmigo?, si ya no me quieres, al menos respétame como tu madre. Eres mi hijo, mi único hijo, y solo quiero lo mejor para ti, ¡entiéndelo!, pero…, puede que este fuese mi error, te he dado demasiadas comodidades, te he malcriado.

—¡Qué bien que lo reconoces tú misma! — murmuré

—¿A qué te refieres?, ¿Qué es lo que has dicho?, ¡habla alto!, no parí a un delincuente murmurador, necesito que seas mi hombrecito, si tienes algo que decirme, dímelo, habla conmigo, soy tu amiga, ¿recuerdas?

—Déjalo mamá, estoy muy cansado, me apetece dormir un rato

—En la casa que construiste, ¿verdad?, ¡maldito deseducado!

—¿Y quiénes debían educarme ah?, si soy un deseducado, seguramente sea porque no hicisteis bien vuestro trabajo, ¿y quién tiene la culpa de eso ah?, ¿Quién?, ¡porque yo no! — grité insensible, por un rato, vi cómo temblaban sus muñecas como si fuese a dejarse caer al piso, pero yo seguía gritando más y más, hasta que me interrumpió:

—¡cállate!, ¡cállate!, ¡cállate!, ¡y sal de mi vista!, antes que te lance algo en esta cara de tonto que llevas pintada en la frente — dijo a la vez que se brotaban de sus ojos unas gotas de lágrimas, y yo cegado por mi estupidez, solo pensaba en que, había ganado la discusión, y la había hecho daño como muestra de mi protesta por sus estúpidos reproches, pero, lo que no me imaginaba, era el grado del daño, ni las consecuencias que tendría.

—Solo deseo estar tranquilo, vivir en paz, que te desaparezcas de una vez por todas, mi papá es mucho mejor persona que tú, no está todo el tiempo regañándome— dije retirándome a mi cuarto.

Entré a la habitación y cerré la puerta con fuerza tras de mí, escuché sus gemidos ahogarse en su pecho después. Seguramente estaba muy decepcionada conmigo, pero yo solo me dejé caer sobre la cama, que el colchón me consumiera y me hipnotizara con el grandioso poder que tenía sobre mí; y me sumergí en un profundo sueño de inmediato.

 Un mes después de aquello, ella murió en un accidente, el conductor estaba manteniendo una discusión por el celular, y no la vio a tiempo. Me siento culpable por ello, era como si se hubiera cumplido mi deseo. En un solo día, aquel conductor despistado, me arrebató a mi madre, a la única persona que me amaba de verdad en el mundo entero, y con ella se murió todo mi mundo. Se podría decir que perdí a mis dos padres en aquel mismo día, nada volvió a ser como antes, y yo, nunca pude pedirla perdón.

…

Recuerdo el velorio, como si fuese cosa de ayer, mientras veía a mi madre tumbada inerte sobre una mesa situada en medio del bullicioso comedor. Todo el llanto, los lloriqueos, y las lamentaciones, me seguían pareciendo parte una pesadilla de la que me despertaría en cualquier momento, hasta que llegó la hora de ir al cementerio, y yo, que hasta entonces pensaba que todo era parte de una mala broma, me despertaba desesperado de mi letargo: —¿Cómo has podido abandonarnos?, —me preguntaba entonces—, ¿Qué voy a hacer ahora sin ti madre?

Ayer llena de hermosura, hoy solo un alma más, atrapada bajo la oscura sombra de la muerte, sombra que te ha arrancado de mi lado y te ha conducido a la soledad más sombría, te ha llevado a un vacío cósmico, a la nada. ¿Cuán injusta existencia?, ¿Cómo se mueren las personas más buenas, llevándose consigo nuestro amor y dejándonos sin nada?, ¡dejándonos desesperados!, ¿Cómo nos dejas tan solos, tan desamparados?, ¿A dónde te has ido que no puedes o no quieres regresar con nosotros?, ¿cuán fuerte es la muerte que te mantiene retenida contra tu voluntad?, ¿Cómo no luchas por volver a nuestro lado?

Preguntas vacías que se retumbaban en el inerte corazón de ella, que rozaban ese oído suyo que ya no escuchaba nada, que se había vuelto insensible a mis lamentaciones. Si solo hubiera actuado distinto, si me hubiera portado bien, quizás ella seguiría viva, y mi padre lo sabía, y con su mirada furiosa, podía ver que, me culpaba de todo, lo sentía en mi corazón, se lo veía en el rostro.

…

El velatorio, la defunción, y todo lo que conlleva despedirse de nuestros seres queridos, que por cierto nunca es suficiente, había pasado volando, yo aún no me podía creer lo que estaba pasando, mi madre se había ido para siempre, y ni siquiera había tenido la oportunidad de despedirme. Se suponía que después de las ceremonias, me sentiría mejor, nada más lejos de la realidad, recordar su sonrisa a cada instante, era como tener una aguja abriendo paso hacia mi corazón, dolía cada flas de recuerdo, cada foto, cada detalle que me recordara a ella, todo era como estar viviendo una pesadilla, no lo soportaba, sigo sin soportarlo.

Para escapar del dolor, les culpé a todos, al conductor, porque, por su despiste y por su falta de profesionalidad, ahora me había quedado huérfano; a mi padre también, no sé muy bien por qué, pero le culpaba a él; les culpé a los parientes de mi madre, porque enseguida se repartieron todas sus cosas, como si hubieran estado esperando a que pasase algo parecido, era como si tuvieran algo que ver. Le culpaba también al hospital, ¿Cómo no pudieron reanimarla?, ¿para que servían si no podían devolverme a mi madre?, ¿si no podían curarla?

Todos eran culpables de mi aflicción, incluida mi propia madre, a ella también la culpaba por abandonarme, por irse…, por todo.

Pero, a la persona que más culpaba, era a Dios, sobre todo al escuchar al sacerdote decir que era su voluntad, y que mi madre ahora estaba en su reino, ¿Cómo es que la arrebata de mi lado para llevarla a donde ni siquiera la necesitaban?, tanta gente que tiene, ¿tenía que llevarse también a mi madre?, ¿Cómo que era su voluntad dejarme tan solo…, tan desamparado?, les culpaba a todos y en su tiempo, les haría pagármelas todas.

…

Mi padre era el más afectado por aquel desastre, en mi opinión. Gimoteaba como un bebé desamparado, buscando apoyo en los brazos de sus hermanos, y para ellos, no había una forma mejor de consolarle, que ahogarle, cigarro tras cigarro, hasta que cubierto por un manto de humo, perdía la noción del tiempo, perdía la razón del llanto, y por unos minutos podía presumir de olvidarse del momento, olvidarse del sufrimiento y solo dejar que la nicotina hiciera su magia, solo disfrutar de un pitillo más, uno que le desconectara de su mísera existencia.

…

Las primeras semanas, fueron las más difíciles, hacerme a la idea de que ella ya no estaba, era algo imposible, la veía por todas partes, la sentía presente en cada momento, algo en mi corazón me decía que no se había ido, que seguía entre nosotros intentando decirnos que no siguiéramos tan tristes, y mi padre, que ya venía fumando desde siempre, tras la muerte de mi madre, se refugió aún más en el placer de dejarse hipnotizar por el humo de un cigarro, al menos así, podía sentir el calor de algo. Y cuando esto no fue suficiente, comenzó a beber. Semanas enteras, encerado en casa, botella tras botella, a veces acompañado por algún primo, otras veces por algún vecino, pero casi siempre solo. Pasó de las cervezas al alcohol puro, licores de todo tipo, se podría decir que se olvidó de las obligaciones morales de higiene como persona, y se olvidó también, de las obligaciones de padre que tenía para conmigo y eso empezó a preocuparme.  

—Papá— le dije una mañana, cuando le pillé sobrio, —no digo que esté mal guardar luto por la pérdida de tu esposa, que por cierto también es mi madre…, bueno, era…

—Ve al grano chaval, si no quieres que te rompa un diente tan temprano— dijo interrumpiéndome, se sentó en el mismo sofá sobre el que había vomitado la noche anterior, cogió la botella de anís medio vacía que se encontraba sobre la mesa y en un solo trago, casi la vacía del todo al instante.

—Quería decirte que— continué— puedes pensar en mi de vez en cuando, ¿sabes?, yo sí sigo aquí y estoy vivo; y por cierto me estoy muriendo de hambre, gastas todo el dinero en cigarros y en bebidas, ¡esta no es forma de vivir!

—Muchacho…, será mejor que cierres tu sucia boca, tu santa medre, ¡que Dios la tenga su gloria!, era buena y se preocupaba por ti, te lo procuraba todo, y mira como se lo agradeciste. La tuviste en constante angustia, y mira que la dije que eso no era bueno para su salud, mira que se lo advertí, ¡oh querida!, ¿Cómo no me escuchaste?, ¿Cómo no disfrutaste de la vida mientras la tenías?, ¡por qué…! ¿Por qué no dejaste que el estúpido este, desagradecido, viviera su mierda vida como mejor le pareciera?

—¡Pero papá!

—Pero nada hijo, no uses a tu madre como excusa para darme lecciones, ¡tú no!, ¿tú vas a darme lecciones a mí?, ¿ah?, yo soy tu padre, sé lo que me hago, y no me vendas con esas, no quieras decirme como debo llorar a mi esposa, tú fuiste el desastre en nuestras vidas…, ¡Lo siento!, no quería decir eso…, pero tampoco me provoques, ¿sí?, tienes razón, tú eres mi responsabilidad ahora, y también tengo una obligación contigo, te prometo que nunca lo olvidaré, solo te pido que dejes que pueda despedirme de mi esposa a mi manera — aseguró—, pero al final acabó olvidándolo. Y yo que pensaba que el luto de mi padre era un problema, viví lo equivocado que estaba en propia carne cuando decidió retomar su vida de hombre. Trajo a la casa una nueva mujer, Sandra se llamaba, si las brujas existieran, aquella mujer sería una, sin lugar a dudas.

Si mi padre ya me tenía abandonado desde que se murió mi madre, al llegar la madrastra, se olvidó completamente de mí, oficialmente me había quedado huérfano y desamparado. Y otra persona ocupaba mi trono.

Los primeros días que conviví con mi madrastra, fueron una maravilla, momentos de inmensa felicidad, casi se podría decir que me conquistó con sus excesivas muestras de carriño, me mantenía contento, incluso llegué a pensar que ella era mejor que mi madre, me dejaba hacer lo que quisiera, me apoyaba cuando mi padre me regañaba, en definitiva, era una loba en piel de oveja.

Pero al traer a sus tres hijos, el trato conmigo cambió, su amabilidad se convirtió en regañidos constantes, su rostro, que antes estaba siempre sonriendo al dirigirse a mí, se convirtió sin más, en el espectro de mis pesadillas; en menos de un año, me había convertido en una especie de esclavo contemporáneo. Todas las tareas de la casa se habían recaído sobre mí, se habían olvidado completamente de mis estudios. Mi padre, la única persona que me quedaba en la vida, prefería verme sometido a latigazos, antes de volver a perder a su mujer.

Mi cuarto pasó a pertenecer a sus hijos, y yo pasé al comedor, mis ropas, mis juguetes y todo lo que antes me pertenecía, pasó a pertenecerles a ellos, se había iniciado una guerra y yo no tenía ni aliados ni armas, estaba a pelo, luchando contra un enemigo más fuerte que yo; y más importante aún, uno que se había adueñado del arma más potente del que disponíamos, el amor de mi padre.

…

Si continúo hablando de mi infancia, me temo que pueda conmocionar el corazón de mi querido lector, y esto haría que se ponga triste, nada más lejos del objetivo de mi relato, así que, mejor volvamos al momento de mi hospitalización.

…

Había pasado, sin ni siquiera darme cuenta, el primer trimestre, mi comportamiento había mejorado bastante, no me quedaba de otra que someterme al nuevo sistema, donde debía quedarme encerado en dicha sala, sin salir fuera, sin disfrutar de la brisa de las tardes, y lejos de donde podía deleitarme con el sabor de un cigarro, uno que me hiciera olvidar el tedio de estar encerrado. Y como si fuera poco, la jefa de las enfermeras le había echado ojo a nuestra habitación, la sala de solo cuatro ocupantes era el objetivo de constantes acusaciones de su parte. Recuerdo de manera muy especial, el día que nos negó la medicación. Muchos vecinos nuestros, —si es que se les puede llamar de esta manera— habían salido a mirar un partido de futbol en la noche anterior, y como ya nos tenía en el punto de mira, nos cargó la culpa a nosotros, una mujer realmente tremenda.  

Vi cómo se abrían sus ojos mientras furiosa se dirigía al grupo de cuatro hombretones que venía, como las mañanas anteriores, a recibir la dosis que nos tocaba, se podría decir que nuestros vecinos del pabellón de los enfermos de sida, escuchaban con claridad las furiosas palabras de aquella Dama de Hierro. Quizás mi largo historial de fugas fuese el detonante de dichas sospechas, no lo sé seguro, pero aquel día, lo pasé con los nervios a flor de piel, ya que, no debíamos pasar una sola jornada sin tomarnos la medicación, con el riesgo de que empeorara nuestra salud, y la mía, por cierto, no había mejorado mucho.

…

Había pasado una semana desde aquel incidente, las cosas aparentaban normalidad, pero nada en realidad era normal, estar encerrado en una sala con otras tres personas, no era nada divertido, cuando el viejo Juan, que era el hombre con más edad entre todos, empezaba a contar sus historias, era un suplicio total, en muchas ocasiones desee una muerte más rápida, ya que sus cuentos de viejo chiflado, se encargaban de arrebatarme la vida lenta y dolorosamente. Los otros dos ocupantes habían llegado después de mí, Paco de unos dieciséis años aproximadamente, no lo sé seguro, nunca se lo pregunté. Y Felipe, de unos veinticuatro años.

Paco era el más raro de todos, no tengo el recuerdo de aquel muchacho sonriendo durante el tiempo que compartimos juntos, era como si no necesitara nada de nadie. Y mientras Felipe, el viejo Juan y yo, charlábamos sobre las cosas que pasaban en el mundo exterior, tras un telediario de Asonga televisión, aquel muchacho extraño, o estaba leyendo un libro que no tenía nada que ver con las clases, o estaba manejando un teléfono igual de raro que él. El aparato era tan grande, que no podía sostenerse con una sola mano, siempre me pregunté cómo lograba contestar las llamadas en este cacharro, pero luego Felipe me explicó que se trataba de una tableta, y que no necesitaba una tarjeta sim, —¿quién quería tener un celular sin sim? — los niños de ahora con sus cosas raras.

El día había amanecido prometedor, el sol se había asomado a nuestra ventana cristalizada desde las primerísimas horas de la mañana, y mientras fuera hacía un calor infernal, propio de un día normal en Bata, dentro de la sala en la que estamos tumbados el habiente estaba climatizado, relajante y suave. Si no fuese por el viejo charlatán y el muchacho raro ese, que casi nunca decía nada, se podría decir que era un día perfecto.

—¿Qué haces con tantos cojines? — preguntó juan dirigiéndose al muchacho, cuya pequeña cama, como las de todos, se veía más voluminosa por el exceso de almohadones que había en ella, los tenía por todas partes, algunos para la cabeza, otros para los pies…, en fin, ya dije que era muy raro.

—Son para estar más cómodo, —respondió el muchacho, con un cierto toque de arrogancia— es que se me cansa el pecho cuando estoy tumbado— siguió sin ni siquiera apartar la mirada de la pantalla del chime este con el que estaba jugando casi siempre.

—¿No te enseñaron a mirarle a los ojos a los mayores cuando te hablan? — le interrogó Juan, —¿estás todo el tiempo leyendo libros, y no has aprendido que hay que mostrar respeto a la gente de la misma edad que tus padres? ..., y pensar que vosotros sois la futura generación, si el futuro de este país depende de vosotros, lo más probable y seguro es que no habrá futuro, echareis a perder al país con vuestra arrogancia de mierda.

El viejo juan hizo una breve pausa, fijó su mirada en aquel joven que, a pesar de que, cuando llegó al hospital estaba flaco…, muy flaco, como todos nosotros, ahora su cuerpo estaba más hinchado del montón de líquido que se le metía con los sueros, tres veces al día se los metían, en ocasiones, cuando se cansaba de mantener la mano inmóvil, tumbado sobre la cama para que terminase de bajar el líquido, la movía…, seguramente sin querer, lo cual provocaba que la sangre abriera paso por la vía, se escandalizaba entonces para que vinieran las enfermeras. Pero esto pasaba, especialmente, cuando estaba de guardia la enfermera más joven y seguramente la más guapa del pabellón.

Por más que juan le miraba y por más energías que derrochaba hablando con él, el joven seguía sin hacerle caso y eso le frustró al viejo, dejó de dirigirse al muchacho, para dirigirse a mí:

—Si esto es lo que nos ofrece nuestro país para el futuro, estamos perdidos, ¿no crees? —, introdujo, ansioso por desarrollar sus ideas sobre el tema.

—Es joven, y en esta edad, se ven las cosas con otros ojos, y los muchachos se creen que saben más que los viejos, sobre todo con las nuevas tecnologías, y es por eso que, se portan de una manera muy rara. seguramente dentro de cinco años o quizás diez, será más respetuoso, y habrá aprendido que los mayores saben más y por eso se les debe respeto, créeme, te lo digo por experiencia propia.

—Lo que pasa…, y te lo voy a decir bien claro, es que los padres de ahora malcrían a sus hijos, —me dijo—, ¿has visto sus manos?, te puedo asegurar que este niño no ha ido a la finca nunca en su mierda de vida.

—Ehhh, ¡no insulte!, ¡qué clase de viejo es ese!, — interrumpió Paco

—Baya, pero si habla y todo— señaló Juan burlándose.

—Lo entiendo muy bien, — le dije —, lo que pasa, es que, ellos creen que, en los nuevos tiempos, los niños no necesitan aprender cosas como ir a la finca, pescar, armar trampas por el bosque, construir cestas..., cosas con las que nos divertíamos de pequeños, y por eso hemos crecido fuertes, saludables y disciplinados. Ahora, un niño de esta edad, le hablas y no te responde, porque está concentrado en su teléfono. Mi padre…, ¡que en paz descanse!, me infundió profundo respeto hacia los mayores, y a pesar de sus muchos defectos, al menos en eso hizo algo bueno.

—Ya, no entienden que, al adoptar la cultura extranjera, dejan morir a la nuestra, y no digo que esté mal que los niños aprendan el uso de las nuevas tecnologías, pero llegar al extremo de dormir con el celular pegado a la cara, la cabeza sobre cinco almohadas y las piernas sobre otras cinco…, esto es mala crianza, en mi humilde opinión.

—Ehhh, ¡que os estoy escuchando! — intervino el joven de nuevo, al mismo tiempo que Felipe se retorcía en su cama con la risa, esta misma risa que no tardó en mezclarse con una frenética tos, parecía que fuese a vomitar la mismísima tráquea.

—Nuestros abuelos, que Dios los tenga en su gloria. Tenían un mecanismo para saber si un chico sería un verdadero hombre, — dijo el viejo juan interrumpiendo la risa de Felipe, — cuando un chico iba para pedir la mano de su hija, cogían al muchacho en cuestión, y le llevaban a un lugar apartado, le hacían unas cuantas pruebas, si el muchacho era fuerte, le entregaban a la hembra que quería, pero si no servía para nada, ponían en una nota “SP” (solo para hacer pis), y se la entregaban a sus padres—  hizo una breve pausa, y mirando al muchacho que había vuelto a perder su atención, dijo: —seguramente si se le hace dicha prueba a este muchacho, tendríamos aquí mismo a un SP confirmado— nos pusimos a reírnos nuevamente Felipe y yo. Y Paco, de cuyo pellejo nos estábamos burlando, le miró con un brutal deseo de decir algo grosero para ofenderle, pero se contuvo.

—No os riais, este es un asunto muy serio, tú imagina que le das a tu hija en matrimonio a este muchacho, y es un jodido SP, y tu hija que, quizás se enamoró de él por su bonito rostro, y su inteligencia, se decepciona cuando le prueba en la cama, y no se satisface. ¿Qué crees que pasaría entonces?, seguro que por eso hay mucha infidelidad hoy en día. En nuestros tiempos…, ¡vaya momentos!, te casabas con una mujer, y la mantenías tan contenta que, a pesar de los maltratos, y la pobreza que había, ella seguía contigo, porque estaba satisfecha y complacida, y ahora estos masturbadores que empiezan a mirar pornografías desde antes de conocer a una mujer, cuando llegan a estar con una de verdad, en tan solo dos minutos ya han eyaculado, ¡perezosos!, ¡inútiles!, ¿y qué esperarías de una mujer encendida de pasión, como lo eran las nuestras?

—Pues que vaya a buscar fuera lo que no tiene en casa seguramente— le respondí, creyendo que así le daría fin a aquella conversación, que se estaba pasando ya diez pueblos, pero en vez de eso, la encendió aún más.

—Exacto, a eso me refiero— dijo a continuación—, y por eso se escucha que unos jóvenes que se casaron hace poco, hoy ya quieren divorciarse, el país está lleno de jóvenes que solo sirven para hacer pis y, de maricas de mierda que no sirven para nada en lo absoluto y…, seguro que este inútil, encaja las dos cosas— afirmó irónico, pero Paco ya no podía escucharle, pues se había puesto los cascos con la música a tope, para no tener que seguir soportando sus insultos.

—Pero Juan, ¿crees que este sea un motivo valido para romper los votos que hiciste ante Dios, y cometer adulterio? — quise saber.

—no digo que sea correcto este comportamiento, pero, la verdad es que, todos necesitamos satisfacernos, y las mujeres incluidas, y de una manera u otra, nuestros instintos nos conducen a ello.

—La verdad es que no te entiendo, ¿qué intentas decirme?, ¿acaso estas insinuando que la infidelidad está aprobada solo para satisfacer el apetito sexual?

—No, en lo absoluto, solo digo que es la razón por que, generalmente los matrimonios se acaban separando, tu imagina que ella no está satisfecha contigo, y luego va y prueba a otro que la satisface bien, ¿crees que quera continuar contigo?, o si lo hace, ¿crees que seguirá queriéndote?

—Perdón por la insistencia, pero lo que yo no entiendo es por qué va a sentir la necesidad de probarse a otro, si cuando os casasteis hicisteis la promesa de fidelidad, hasta que la muerte os separe.

—Antonio amigo mío, parece que vives en un cuento de hadas, ¿has visto a alguien que cumpla este voto?, si en muchas ocasiones, en el momento que se hace esta promesa, uno de los dos tiene su mente pensando en el amante que, seguramente esté entre los invitados.

— ¿Esto es que el matrimonio es una falsa?

—yo no he dicho tal cosa, solo digo que, en un matrimonio, habrá que haber satisfacción mutua, tanto económica como física, que son lo más importante en la vida, sin eso, la vida útil de esta unión tendrá una fecha de caducidad muy corta.

…

El día había pasado rápido, con la acalorada discusión de mis compañeros, no nos habíamos dado cuenta del rápido consumo de las horas, bueno…, en realidad el viejo discutía y Paco procuraba ignorándole lo máximo posible. La rutina de la medicación, que en ocasiones se traían a media noche, había pasado también, y me encontraba ya, dispuesto a disfrutar de un largo sueño, que como siempre, se acortaría con alguna enfermera cambiándole el suero al chico mimado, la segunda cabezada no duraría nada, y ya sería hora de la primera medicación de la mañana, lo mismo de siempre, todos los días, había sido la rutina de nuestro día a día en aquella sala del pabellón de TBC [1] del Hospital Regional de Bata.

Me encontraba tumbado sobre mi cama de una sola plaza, que resultaba media plaza para mí, reflexionando en los errores que me habían traído a este momento. Aún no se me habían apagado las ganas de fumarme un cigarro, al menos no del todo, en ocasiones sentía la tentación de salir del hospital, visitar el Mercado Grande que se encontraba justo al lado, comprarme una cajilla de cigarrillos e irme al Paseo Marítimo o quizás a la Plaza del Reloj, y allí, fumármela entera, ¡a quién quiero engañar!, nunca dejaré de fumar, al menos hasta que ya no me quede aliento.

Enseguida caí en la cuenta de que fumar es precisamente la razón por la que mi vida había resultado tan desdichada. Pero, ¿quién podría librarse de una herencia familiar tan ancestral?, ¿cómo podría combatir contra algo que corría por mi sangre?

Recuerdo al primo de mi padre retorcerse sobre su sofá favorito, este que se encontraba siempre al frente del televisor. Se le había diagnosticado un cáncer en la laringe, y a pesar del deterioro que sufría su salud, seguía extinguiendo más de dos cajillas por día, era penoso verle intentando digerir una simple sopa caliente, y más penoso aún, observar la baba que se bajaba por el mentón, mezclándose con la descuidada barba que había acumulado tras dos años sufriendo de tan desagradable mal, su boca que, se había inclinado como si fuese un defecto de nacimiento, temblaba siembre que quería decir algo, y su voz, esta que antes imponía respeto, ahora sonaba a una criatura mítica de una película de dibujos animados.

Cuando mi padre y su primo se juntaban para compartir algunos minutos, que fácilmente se hacían horas, parecían dos fumigadores del proyecto “Lucha contra el paludismo”, aunque luchaban más bien contra su salud y la de todos los que les rodeaban, como siempre avisaban las cajillas. Y el salón se cubría entonces de humo, mucho humo, y esto hacía difícil distinguir las imágenes de la televisión, que de por sí, ya tenía problemas de imagen, a causa de la poca señal que recibía, solo se diferenciaba con claridad la tímida luz que emitía esta, filtrada entre el humo.

Se había avanzado la noche bastante, y yo seguía intentando reconciliándome con el sueño, con la mirada fija en el joven Paco que, recientemente había sido intervenido por una enfermera para cambiarle el suero y se encontraba ya en un profundo sueño, ¿Cómo lo ha conseguido tan pronto?, me pregunté. Cerré los ojos con fuerza para ver si así conseguía dormir, no lo conseguí…, seguí contando ovejas, tumbado sobre aquella fría cama, fría como lo que representaba mi propia existencia, y el mucho pensar hizo brotar unas gotitas de lágrimas de mis ojos, quizás por acordarme de aquellos dos hombres que en su momento fueron los héroes de mi vida, y ahora se encontraban muertos por aquel mismo vicio que me tenía ingresado en aquel hospital, o tal vez, por el flas de imágenes de mi madre, que veinte años después de su muerte, seguía teniendo cada día, todos los días.

Abrí los ojos nuevamente, ya me dolían de tanto apretarlos, me levanté de la cama posando lentamente los pies en el suelo, busqué mis chancletas de baño con los pies, sin acudir a la acostumbrada ayuda de la vista, la mente las identifico enseguida, y sin pensar con claridad, me las puse, me levanté de inmediato y me dirigí al único cuarto de baño que compartíamos los cuatro, me puse debajo de la regadera de agua y dejé que las frías gotas de este líquido cristalino me hipnotizaran, induciéndome al sueño de inmediato. Ni siquiera me acuerdo de cuando me fui a la cama.

…

—¡Que se despierte todo el mundo! — exclamó una voz femenina desde la puerta…, ¡Qué digo femenina!, era tan imponente que sonaba más masculina que la mía. Enseguida caí en la cuenta de que se trataba de la Dama de hierro, aquella señora cuya sola presencia infundía profundo miedo en los corazones de todos los enfermos del pabellón, e incluso de los médicos y enfermeros más jóvenes. Mis compañeros y yo nos pusimos de pie como almas que se lleva el diablo, no podíamos permitirnos que se volviera enfadar contra nosotros, a no ser que quisiéramos pasar un buen tiempo sin recibir la escasa ración de alimentos, que cada día escaseaba más.

—¿Qué habremos hecho ahora? — susurré dirigiéndome al viejo Juan, él me miro igual de asombrado, y elevando los hombros en un gesto coordinado, me indicó que ignoraba la razón de la visita matutina de aquella señora.

—¡Estáis aquí!, —dijo ella en seguida—, con vuestras enormes panzas, comiendo y bebiendo gratis y, por si fuera poco, os pasáis los días tumbados sobre estas camas malolientes de las que ni siquiera os preocupáis por lavar las sabanas. Y como buenos sanitarios que somos, soportamos vuestros malolientes alientos al traeros los medicamentos; y las mozas…, pobrecitas, son las que más sufren de todo este calvario infernal, limpian vuestros asquerosos vómitos, friegan el asqueroso suelo, y limpian los baños, estos que parecen salidos de una película de terror al amanecer, pero cuando os levantáis, ¡qué maravilla!, están más limpios que las fuentes del Edén, ¿y nos quejamos por todo ello?, ¡no!, claro que no nos quejamos, seguimos viniendo todos los días, tanto médicos, enfermeros, e incluso las mozas, a cumplir con nuestro deber, ¿y nos lo agradecéis?, por supuesto que no, os encargáis de esparcir chismes a vuestros familiares, que llegan a oídos de sus amigos…, una larga cadena que después llega a nuestros superiores hasta que deciden organizar una inspección sin avisar. Pues ya que estamos con estas, os pondréis de pie, las mozas, como siempre han venido haciendo, cambiaran las sabanas, os daréis una ducha y cambiareis de ropa, y cuando  llegue la cometida, estaréis en silencio y responderéis, recordando que, no estamos obligados a venir aquí, pero aquí estamos, todos los días y…, estamos porque decidisteis carbonizar vuestros malditos pulmones, y no quisisteis recibir el tratamiento a tiempo, y algunos incluso os escapasteis de aquí en varias ocasiones, y nosotros tenemos que pagar con nuestra libertad, vuestras mierdas de errores, no podemos disfrutar ya de nuestras camas en las noches frías, ni  podemos abrazar a nuestros niños cuando se van al colegio, ni mucho menos despedirles con un beso, como hacen algunas madres; y por supuesto, no podemos prepararle la comida a nuestros maridos. A sí que seréis agradecidos por una vez en vuestras mierdas de vida y mostrareis respeto, hablando solo cuando os lo pidan y en el caso que os lo pidan, decid solo aquello que no nos comprometa, porque sería un grave error decir una tontería, — hizo una breve pausa y mirándonos con esta misma cara de repugnancia que la caracterizaba, nos preguntó: —¿me habéis entendido bien? — y como si fuésemos reclusos del corredor de la muerte, respondimos con un solo sí.

Aquella señora tenía el súper poder de alterarme los nervios, y siempre que se acercaba a nuestra sala, era para amenazarnos con alguna cosa, o acusarnos de alguna otra, era nuestra pesadilla.

…

El pabellón de TBC, a pesar de formar parte del gran complejo del Hospital Universitario de la ciudad de Bata, es una institución al margen del mismo. Y aunque es natural confundirlo, por su estructura uniforme, tiene una directiva autónoma, con un laboratorio propio. Su localización al lado de la cocina, y su cercanía tanto del laboratorio general como de la facultad de medicina de la Universidad Nacional de Guinea Ecuatorial, hacía que nos sintiéramos afortunados. Yo que, no había hecho ni siquiera la secundaria, casi me sentía universitario. Se podría decir que nos encontrábamos situados en el lugar perfecto, salvo por la excesiva cercanía de la morgue, que nos recordaba, casi todos los días, cuando algún familiar venía a retirar un cadáver, que cualquiera de notros podría ser el siguiente. Pero, si se diera el caso, ¿Quién retiraría el mío?...

…

La estructura rectangular de aquel edificio de dos plantas, tiene una belleza espectacular, especialmente cuando se te trae tumbado de espaldas sobre una camilla, que a pesar de saber que es una persona quien conduce la cama esa con ruedas, tú sientes que vas flotando, ligero, sin fuerzas, y casi podrías ver la luz al final del túnel, al abrirse las puertas que dan acceso al pabellón.

El enorme edificio está dividido en dos bloques, los dos, separados a la mitad por un espacioso pasillo. El bloque “A” que queda a la derecha del pasillo, está asignado a las mujeres, mientras que el otro, denominado, bloque “B”, es para hombres.

Se podría decir que disponíamos de nuestro propio coro, a toda hora se escuchaban las entonaciones de la única canción que no necesitábamos aprender la letra, nos salía natural e involuntaria, la tos que iba acompañada de quejidos, sonaba casi rítmica. Y mientras doña Dama de Hierro nos impartía sus sabias orientaciones, entre reproches e insultos, por todo el recinto rezumbaban los tosidos de aquellos hombres y mujeres e incluso niños, que solo querían que pasasen los seis meses volando, para poder regresar a sus casas, y disfrutar como mencionaba la señora esta, de la compañía de sus seres queridos, cosa que, al parecer, ella no tuvo en cuenta al sermonearnos y recordarnos que, si estábamos ahí encerados, era por nuestra propia culpa.

…

Habían pasado cinco horas desde que las mozas cubrieron nuestras camas, poniendo sobre nuestras sabanas, otras de aspecto más pulcro, nuestros distinguidos huéspedes tan esperados se estaban tardando, algunos de nuestros jóvenes médicos y enfermeros, impacientes ya por la tardanza, fueron a desahogarse con la terapeuta más barata que existe, bueno, para muchos, la única que conocen, sobre todo en nuestra queridísima ciudad, donde puedes encontrar a niños de no más de quince años sentados en un bar, con la mesa llena de botellas vacías de cervezas. Estas que al cabo de un rato le hacían a uno decir todo cuanto le molestara de su compañero, cosa que, siempre acabaría en un conflicto.

Y mientras nuestros queridísimos sanitarios se embriagaban, cerveza tras cerveza, la cometida formada por el ministro de sanidad, el delegado regional de sanidad, el director general del hospital regional, el director del TBC y de más miembros del gobierno, acompañados, por cierto, de algunos europeos, seguramente financiadores del proyecto, llegó al hospital.

Los jóvenes que, se habían ido a un bar en Ndjon-melen, un barrio situado en las cercanías del hospital, tuvieron que regresar con la prisa de un relámpago, aunque esto no les libraría de la furia de la Dama de Hierro.  

El espectáculo que montaron aquellos jóvenes en aquel día, es digno de llevarse al teatro, sus intentos por mantener el semblante sobrio y serio, se frustraban cada vez que tosía alguno de los enfermos, cuya manifestación de la enfermedad les daba el aspecto más raro que puede llegar a imaginar nuestro querido lector, su estructura desfigurada era como sacada de una película de terror. Algunos, con alguna glándula hinchada, otros con una joroba en la espalda e incluso los había los que tenían un gran tumor en el cuello, aquella escena cómica era como estar viviendo una representación de una obra del grupo teatral Biyeyema.

…

El viejo juan era bueno enlazando historias, sabia como transformar el inocente silencio de Paco en una gran historia con alguna anécdota moralista. Y tras enterarnos del castigo que les había impuesto la Doña a aquellos jóvenes, el viejo decidió contarnos una historia al respecto.

—Yo era maestro antaño, ¿sabéis? —dijo—, uno muy bueno, y entre los distintos destinos a los que fui asignado, recuerdo con especial cariño, al de Alén-Angok, un poblado situado por haya, en la ruta que enlaza Ebibeyin con Mongomo, un hermoso poblado la verdad. Recuerdo la primera vez que llegué allí. El polvo se levantaba del suelo amarillento, excitado por la suave brisa que soplaba. Las casas, si es que se podían considerar como tales, se extendían a ambos lados de la carretera de gravillas y tierra roja que permitía a los lugareños desplazarse a las grandes urbes.

El recinto escolar, en todo su aspecto selvático, en el que, por cierto, trabajaría, era también de una belleza espectacular, rodeado de algunos arbustos mezclados con alguno que otro platanar, se encontraba el edificio de dos habitaciones que serviría de escuela, una bandera colgaba del patio, la cual, en todo su aspecto polvoriento, no permitía diferenciar los colores nacionales. La gente por otra parte, era un asunto distinto, los niños, hermosas criaturas de Dios, estaban cubiertos de polvo de los pies a la cabeza, la única zona que resaltaba un brío extrañamente peculiar, eran los labios, que estaban todo el tiempo, cremosos, parecían tener un protector labial permanente. Los cinco primeros con los que me encontré jugueteando por la calle, se animaron con el ruido del coche y se lanzaron como si quisieran abrazarlo, el pobre conducto, que ya estaba acostumbrado, bocinaba entonces como loco, y ellos volvían corriendo hacia sus casas, pero eso no fue lo único en lo que me fijé. Sus vientres…, ¡por el amor de Dios!, parecían globos hinchados que se podrían romper con el solo contacto de una aguja.

Las piernas también eran otra historia, todos parecían gemelos, con aquella posición, como de patito feo, que tomaron, luego de que se fueran a parar de espaldas a la pared de…, seguramente, la casa de sus padres. Después supe que era por las niguas, pobres criaturas inocentes. Los había los que tenían niguas, otros que tenían tiñas; otros, sarnas, y los más desafortunados, tenían todo aquello unido, yo les veía y podía sentir su dolor en mi piel.

Los padres cuando regresaban de sus fincas, cazas y demás actividades que solo ellos podían realizar, me recibieron igual de asombrados que sus hijos, aunque con más entusiasmo. Llevaban largo tiempo esperando que se les asignara un nuevo maestro, después de que, el ultimo se haya marchado sin despedirse, hacía algo más de cinco años.

El jefe del poblado me invitó a su Abaá[2] aquella misma tarde, y allí conocí a todas las familias del lugar. Y entre ellas, estaba una especialmente peculiar, en aquella familia, el hombre realizaba las tareas de mujer y la mujer las del hombre, exactamente igual que nuestra queridísima Dama de hierro, — señaló.

Los niños, estos que no sabían hablar el español ni un poco, con el tiempo, aprendieron a decir palabras sueltas, aunque mal pronunciadas, su español carente de vocabulario, lo mezclaban con el fuerte Ntumu[3] con el que estaban habituados, y así me contaban las historias de los lugareños, y de aquella extraña familia me contaron que había ocasiones que la mujer, le propiciaba a su marido tremendas palizas, incluso en público. Hay mujeres, —dijo a continuación—, que nacen con un espíritu de hombre, y por eso tienen un comportamiento tan fuerte. Pero lo que sí me gustaría saber en todo eso, es que, si cuando un hombre inflige alguna agresión contra una mujer, esta le lleva a la promoción de la mujer. Cuando es lo contrario, como en este caso, ¿dónde debe ir el hombre?

Yo personalmente no tenía repuesta para esta pregunta, —¿a la policía? — sugerí

—Chico, llévale a tu mujer a la policía y allí mismo, te empiezan a dar otra paliza, además de las burlas, “mariquita”, te dirán. Yo creo que no es una opción.

—¿Entonces que debería hacer un hombre en dicha situación? — quise saber.

—En primer lugar, — dijo a continuación, —un hombre que se cree hombre de verdad, no debe dejarse dominar por su mujer

—En eso no estoy de acuerdo contigo— le dije, —las mujeres siempre han dominado a los hombres, a su manera, pero siempre lo han hecho.

—Amigo Antonio, no digo que no tengas razón, pero en público, al menos debes mostrar que tú eres quien tiene los pantalones en el hogar. Lo más raro de aquella familia, es que, la mujer fue quien dio la dote al hombre, ¿qué clase de hombre permite ser doteado por una mujer? española

…

Era por la tarde, y como en las tardes anteriores, desde que nos sentimos con fuerzas para salir a tomar aire, nos encontrábamos reunidos fuera, en el pasillo que enlazaba nuestro pabellón con el laboratorio, el viejo juan como siempre, nos tenía entretenidos con sus muchas historias, mientras algunos solo queríamos evitar reírnos demasiado, que no nos hacía ningún bien. Estábamos reunidos en un círculo, un grupo de cuatro personas, dos hombres y dos mujeres, de algunos de ellos ya ni me acuerdo. La atmosfera estaba cargada como si fuese a empezar a llover en cualquier momento, hacía frio…, mucho frio, y algunos de nosotros llevábamos puestos unos jerséis para calentarnos, uno de nuestros acompañantes no paraba de soltar chistes sobre días como este en compañía de su novia. Se pasaría toda la tarde entre las piernas de ella, decía, y todos, a pesar de intentar evitarlo, nos pusimos a reírnos, algunos con cierta dificultad para parar después, y la risa fácilmente se convertía en una refrenada tos seca que enseguida le haría a alguno escupir sangre.

—Antonio amigo mío— dijo Juan, parando de reír, y tosiendo suavemente tres veces, para mejorar su voz

Yo ya me sabía lo que venía a continuación, así que hice como si no lo estuviera escuchando. Pero él no era de esos que dejasen escapar la ocasión de contar una buena historia, creo que, de él se me pegó la manía esta.

—¿Sabes?, hubo un tiempo que fui militar— dijo interrumpiéndonos de nuevo

—¿No eras maestro? — le pregunté dudoso

—Sí, claro que fui maestro, pero antes de eso fui militar, hace mucho tiempo, de hecho, esta era mi verdadera vocación, quería proteger a mi país, aunque tuviera que derramar hasta la última gota de mi sangre para ello.

—¿Y qué pasó? — quise saber

—A los dieciocho años me apunté a una academia militar, me gustaba la idea de ser una autoridad, les veía a mis amigos ir a clase y pensaba, estáis perdiendo el tiempo, ser soldado es mucho más fácil, lo tienes todo gratis, la casa, la luz y la comida, te dan un arma y, más encima te pagan, puedes salir a la calle e intimidar a quien te diera la bendita gana, con tu autoridad puedes sacarle dinero a esos extranjeros de mierda que ni siquiera conocen sus derechos, y si los conocieran, puedes confiscar sus pasaportes y sus residencias hasta que te pagasen lo que pidas. ¡ser militar es lo máximo!

—Si no te gustaba estudiar, ¿cómo es que luego llegaste a ser maestro? — le pregunté.

—Son las ventajas de haber sido autoridad, ¿sabes?, después de mi servicio militar tiré de algunos hilos, e hice un cursillo. Pero esta no es la historia que quiero contar en esta ocasión.

—¿Por qué lo dejaste?, perdona, pero siempre estas contándonos historias, así que, si vas a contarnos una historia más, que al menos sea interesante, y esta me interesa.

—En realidad no lo dejé, me dieron de baja por insubordinación, no podía permitir que estos pipineros[4] que entran en el inter-armas ahora y salen oficiales, me dieran ordenes, y por eso me enceraron durante un buen tiempo y al salir me dieron de baja. En la cárcel uno tiene mucho tiempo para reflexionar en sus errores, durante el tiempo que estuve encerrado conocí a mucha gente de todas las edades, mujeres incluidas y hasta niños de no más de doce años, y todos decían ser inocentes y entre todos estos hijos de mala madre, uno realmente me pareció inocente, se parecía a ti, ¿sabes? — dijo mirándome, tenía la misma mirada que tú.

—¿Qué significa eso?, ¿Qué quieres decir con todo eso? — le pregunté pausando mi jugada por unos segundos

—Nunca hablas de tu madre, bueno, realmente no hablas nunca de tus parientes, a mí, se me hace que tuviste una infancia como la del muchacho ese, Paco, y por eso estas intentando siempre justificar su comportamiento, hiciste algo, de lo que te avergüenzas seguramente, y desde entonces has intentado enterarlo en lo más profundo de tu memoria.

—¿A qué te refieres?, ¿a qué viene eso ahora?, no estoy obligado a hablar de nada contigo, tú hablas siempre porque quieres, te gusta escucharte a ti mismo hablar, nadie te obliga a ello. Y, por cierto, lo que hiciera en mi infancia no es asunto tuyo, ¡tú de qué vas!

—Solo digo, que es mejor expresarse con los demás, para librarte de las cargas, ¿sabes?, compartir la carga emocional te hará bien, le hace bien a cualquiera, hará que te sientas mejor, aliviarás el peso emocional, y eso es bueno para la salud, ¿entiendes?

—Gracias por tus bienintencionados consejos de verdad, pero no me interesa— le dije apartando mi mirada de él, y continuando con el juego

—¿Sabes cómo acabó el chaval de la prisión? — me interrumpió de nuevo, yo ya me empezaba a frustrar por agobiante insistencia.

—No me interesa, no insistas por favor— dije en un tono más alto

—No insistiré, pero de todos modos te lo diré, acabó suicidándose, ¿sabes?, se quitó la puta vida, y te lo digo para que sepas que, los problemas dentro de nosotros, son como una bomba atómica sobrecalentándose, acabará estallando tarde o temprano, causando daños irreparables. Nunca supe lo que tenía, pero desde que le vi, supe que tenía problemas al igual que tú, ¿sabes?, y como estás haciendo ahora, él también se hizo el fuerte, pero el maldito hijo de puta acabó suicidándose una semana después de salir de prisión.

—Te agradezco los consejos de verdad, y valoro mucho que te preocupes por mí, pero no es mi caso, estoy bien, concéntrate en tus problemas y yo haré lo mismo y que Dios este con todos, ¡no sé si me hago entender!

—Te entiendo muy bien chaval, en fin, es tu vida, y puedes hacer lo que quieras con ella, yo solo te ofrezco mi ayuda, aceptarla es asunto tuyo.

—A eso me refiero, muchas gracias por entenderme

…

Había pasado una semana después de aquella charla, la hermana de Paco, había venido a recogerle en la mañana, para que fuera a pasar el día en su casa, tendría que estar de vuelta a la hora de la medicación, y la señora de hierro se encargó de recordárselo. Paco era un joven que, a pesar de su edad y, sobre todo, a pesar de su aparente rebeldía, cumplía con todo lo que se le exigía, en realidad ahora que lo pienso bien, era bastante disciplinado, el problema del viejo Juan, eran sus propios prejuicios.

Con la ausencia del muchacho, y Felipe tumbado en su cama sin ánimos de nada, al viejo Juan no le quedaba de otra que intentar charlar conmigo.

—Si dije algo que te haya ofendido, me disculpo— dijo intentando iniciar conversación. Yo solo quería ser un buen amigo, ¡tú ya me entiendes!

—No pasa nada, lo entiendo, y la verdad es que yo también quiero disculparme, es que a veces cansas a la gente con tus historias, y no es que no me gusten, pero yo no estaba teniendo un buen día precisamente, en cualquier caso, cuando quieras que te cuente sobre mis padres, estaré dispuesto, ¡es una promesa!

—No quisiera precipitarme, ni nada, pero si puedes contármelo ahora, estoy dispuesto a escucharte, en fin, tampoco es que tenga nada mejor que hacer.

—De acuerdo, te lo contaré. Cuando apenas era un niño se murió mi madre en un accidente, yo me sentía culpable porque, a decir verdad, yo era algo cabezudo de pequeño, y pasé largo tiempo intentando redimirme de aquello, sigo intentándolo. Mi padre no tardó en buscarse a otra mujer, y con ella, perdí mi estatus en la casa. Vivir con mi madrastra era como estar viviendo en un infierno, tuve que aprender, apenas siendo un retoño, a sobrevivir. A mi padre le daba lo mismo, su miedo a la soledad, cegaba su capacidad de discernir lo que era mejor para la familia y, yo no era precisamente el tipo de compañía que le hacía falta.

Todas las tareas de la casa recayeron sobre mí enseguida, los insultos, los malos tratos, y la sobreexplotación se sumaron al paquete, yo era el que lo hacia todo, y a pesar de ello, se me imponían castigos, aunque sin haber hecho nada que se lo mereciera.

Pero, a decir verdad, mi madrastra, a pesar de ser bastante mala como tal, era muy buena madre, y a sus tres hijos los cuidaba como si se tratara de la mismísima pupila de sus ojos, y a mí me trataba como si fuese algo repugnante, detestable, como si fuese algo inhumano de lo que quisiera librarse.

Una mañana, estaba durmiendo en el mismo sofá de siempre, mi madrastra había amanecido con el pie izquierdo, quizás porque mi padre no había venido a dormir en la casa, no lo sé, pero tuve que llevarme el marrón.

Recién me estaba despertando cuando escuché mi nombre en la misma frase que varios insultos. La escuché y enseguida supe que algo iba mal, así que volví a dormir. Seguí escuchándola, insulto tras insulto, cada vez más alto y pensé: —¿se estará acercando? — Pero seguí durmiendo igual, aunque con el corazón a punto de salirme por la boca, siempre pendiente de que, me hiciera salir de la silla con el golpe de algún palo, alguna piedra, o lo que fuere que se encontrarse primero. Te puedo asegurar que los huérfanos sobrevivimos por la gracia de Dios, más aún, cuando el único padre que nos queda, prefiere vernos maltratados a renunciar al placer se seguir calentándose en las noches junto de una hermosa mujer, como lo era Sandra, hermosa de rostro, pero oscura de corazón, muy oscura de verdad. ¿Esto es lo que esperabas escuchar? —le pregunté

—Bueno, ¿tuviste una mierda de infancia tras la muerte de tu madre eh? — respondió forzando una sonrisa que disimulara la conmoción causada por la triste historia de mi vida, sonreí un poco, durante varios segundos de hecho, lo miré detenidamente y al final dije:

—Bueno, no puedo quejarme, hay gente que lo pasa peor, yo solo tuve que ver cómo aquella mujer consumía la vida de mi padre, día tras día, hasta que al final se divorciaron, no llegaron a tener hijos juntos y la decepción lo consumió tanto, que acabó dándole la espalda a todo. Solo encontraba consuelo en el placer de fumar, beber, y meterse con prostitutas, hasta que pilló esta maldita tos que acabó con su vida. El hombre, era realmente fuerte, ¡cómo luchó de verdad!, nunca se fue al médico, nunca tomó un comprimido de esos, —cosas de mariquitas— los llamaba, el buen terco ese, se mantuvo fiel a sus raíces, hasta que, esta terquedad acabó con su vida.

—¡Menudo hombre eh! — exaltó Juan—. Ese era, de los que ya no quedan, yo también era así, ¿sabes?, no me gustaba escuchar siquiera el nombre “hospital”, pero al final, hacemos cosas que no deseamos por un poquito más de vida, esta que, cada vez escasea más, y los años, que durante la adolescencia parecían eternos, ahora a esta edad que rozo ya, todo parece ir más rápido, menos el dolor por supuesto, hay días en los que me duelen todos los huesos de mi envejecido cuerpo y el dolor es tan profundo, que parece una eterna aflicción arraigada en lo más profundo de mi alma. Pareciera que al hacerse viejo se nos condenara a una perpetua dolencia: un día son los ojos, al siguiente, la espalda, y así todos los días hasta que al final, Dios se digna a llevarte a su gloria. ¡Muchacho…!, sé que no me lo has pedido, pero te recomiendo reconciliarte contigo mismo, los que se han dormido en la muerte, ya se han ido, ahora tenemos que continuar viviendo hasta que se nos acaba el tiempo, que, en mi caso, será pronto.

—Te lo agradezco de todo corazón. ¿Sabes?, al final acabaste cayéndome bien, en fin, tus charlas no son tan tediosas como pudieran parecer al principio.

—Eh, que hieres mis sentimientos, tengo muchas historias que contar, con la edad, he ido acumulando tantas historias que, se podría decir que soy una enciclopedia viva, te puedo contar la historia de cómo conocí a mi primera mujer, o la mismísima historia de cómo los colonos salieron del país, también me conozco la historia de cómo Obiang Nguema cogió el poder. No te imaginas cuantas historias están acumuladas en esta vieja cabeza mía.

—¿Cuántas mujeres tienes? — quise saber.

—En estos momentos no tengo ninguna, pero en mis tiempos, me casé con cinco. Cuando salí de la academia, estaba ansioso por imponer el orden en las calles, quería demostrarles a mis amigos que yo tenía la razón, y que, hacerse militar era la mejor opción, dos meses después, la conocí, ella alumbró mi vida, mi querida María Antonia, ¡cuán bella era!, ella me enamoró desde el primer día que la vi, era algo mágico, indescriptible y me…

Juan se interrumpió enseguida, el joven Paco se estaba acercando desde la puerta, y como siempre tenía puestos los cascos con la música a tope; la tableta y un nuevo libro colgaban de su mano derecha.

—¿Qué tal te ha ido el día por casa? — preguntó Juan cambiando de tema. El muchacho, como siempre, se limitó a subir el dedo pulgar para indicar que todo había ido bien.

—Este niño no va a cambiar, ya te lo digo yo— dijo el viejo dirigiéndose a mí, de aquí a cinco años o diez, como dijiste, puede que sí cambie, pero no será para mejor, te lo digo como que me llamo Juan Mba Nzé Angué.

—Por favor, no empecéis, hoy ha sido un día bastante relajante para todos, dejemos que termine así.

—A mí no me mires—dijo Paco quitándose los cascos y tirándolos sobre su cama. En seguida Felipe se levantó pesadamente, con el ánimo por los suelos y se fue al cuarto baño. Aún no se había mejorado su salud, el tratamiento se estaba tardando en hacerle efecto, y en este día, se sentía peor que en los anteriores.

…

Habían pasado unos días, que como siempre, parecían demasiado largos, juan Mba se encontraba sentado sobre su cama como casi siempre, era fin de mes, así que nos tocaba ir a dejar las muestras del esputo al laboratorio, Paco había despertado muy temprano para ver si conseguía escupir algo, pero por más que lo intentaba, no lograba cosechar suficiente moco, al menos ya no como en los primeros días, y estaba intentándolo una y otra vez y otra vez, vez tras vez, y nada, y así toda la mañana.

Juan se encontraba sentado, mirándolo esforzarse por sacar la flema que, en él, salía como si fuese el campeón del mundo en escupitajos.

—Chaval, acabaras escupiendo sangre o incluso la mismísima tráquea si sigues tosiendo de esta manera— le dijo al muchacho, en un cierto tono de preocupación, como lo es común en las personas adultas que observan como un joven hace algo que pudiera causarle daño.

—¡Qué más quisieras! — respondió Paco parando de toser, y escupiendo unos pequeños mocos mezclados con salivas, en un pequeño envase de cristal, — estas de mala suerte— dijo a continuación, limpiándose la barbilla con una servilleta, —no veras cumplir tu malévolo sueño, que se me caiga la tráquea, ¡que mente más maléfica la tuya eh!

—¿Mente maléfica la mía…?, ¡así oh!, yo que solo quería ayudarte a que no te hicieras daño

—¿Y quién te lo ha pedido ah?, ocúpate en tus asuntos viejo metiche— gritó el muchacho marchándose al laboratorio para dejar la muestra.

…

—A estos chicos de hoy día, no hay quien les entienda— murmuró Juan tras marcharse Paco. Me limite a mirarle sin soltar palabra.

—Es que está acostumbrado a que le digas cosas malas, y como es una costumbre ya, se toma como algo malo todo lo que salga de ti—  reflexionó Felipe

—¿Tú también harías lo mismo?

—¡Naturalmente!, si alguien me tratase tan mal siempre, me resultaría difícil aceptar su ayuda cuando quisiera ofrecérmela, me seguiría pareciendo alguna maniobra contra mí.

—Si todos pensáis igual—  concluyó Juan.

—En realidad si alguien te tratase mal desde el principio, tú también harías lo mismo— aseguro Felipe. El viejo Juan se quedó mirándole detenidamente, moviendo la cabeza ligeramente hacia los lados, en señal de inaceptación, y enseguida se dirigió a mí:

—¿Estás bien? — me preguntó

—Claro, ¿Por qué lo preguntas? — quise saber.

—No, por nada, es que te noto extrañamente callado, normalmente ya hubieras dicho algo para defender a vuestro protegido.

—Yo creo que Felipe ya lo ha dicho todo, es la verdad, le tienes una manía a este muchacho que ahora solo quiere defenderse, yo también haría lo mismo.

—¿Ahora todos estáis en mi contra? — preguntó en tono dramático

—Relájate viejo, nadie está en contra de nadie, solo somos visitantes temporales, que se han encontrado en este lugar por cuestión de salud, y todos queremos que la estancia, que es obligatoria, por cierto, sea lo más llevadera posible, y siendo sinceros, tú le haces la estancia muy difícil al muchacho.

—Yo solo me preocupo por él, e intento que sea fuerte— se justificó Juan.

—El que sea fuerte, es tarea de sus padres, tu solo estas logrando que se sienta incomodo aquí, y créeme a veces cuando le regañas por algo, incluso yo me siento incómodo, —le dije

—y yo— respondió Felipe

—De acuerdo, ya lo he pillado, seré más amable, pero de ante mano ya os digo que este chaval es raro, no es por mí que esté así, él es como un fantasma.

—Los fantasmas no existen— afirmé, a la vez que Felipe se estallaba en risas, esta vez la risa no desembocó en una tos incontrolable, ya se estaba mejorando.

—Si algo tiene nombre existe, y yo soy testigo de ello, yo también pensaba que los fantasmas no existen, ¿sabes?

—ilumínanos, ¿Qué te hizo cambiar de parecer?

—La vida y sus misterios, os contaré lo que me pasó hace unos cuantos años, en una ocasión cuando yo era militar, me destinaron en un poblado, por allá en el interior del país, este era un pueblo fantasma de verdad, el campo santo, estaba repleto de cementerios, dos kilómetros, si mal no me acuerdo.

En una ocasión, me estaba trasladando como casi siempre, había terminado mi guardia y ahora me dirigía a la ciudad, era como a eso de las diez de la noche, la ciudad de Evinayon quedaba a unos kilómetros, estaba a la mitad de aquel campo santo cuando vi lo nunca visto— hizo una pausa de unos treinta segundos, se le puso el rostro triste y conmocionado, como si estuviese teniendo el recuerdo de un trauma.

—¿Qué fue lo que pasó? — pregunté inquieto, para saciar mi curiosidad, Felipe, que estaba tumbado, se puso erguido enseguida, se sentó a escuchar con atención lo que estaba a punto de contar Juan.

—La oscuridad se había tragado los alrededores, no se distinguía, salvo la luz delantera de mi vehículo que alumbraba unos seis metros delante de mí, iba a unos sesenta kilómetros por hora, sentía mucho frio, muchísimo frio, así que subí todas las ventanillas, las estúpidas luces comenzaron a parpadear, cada vez tardaban más en encenderse. Yo ya estaba acostumbrado, así que continué conduciendo, me conocía la ruta y no suponía ningún problema, no me encontraría con nadie en kilómetros. Escuchaba los golpes de las ramas de arbustos que chocaban contra el coche, esto tampoco era nada nuevo, pero uno de esos golpes sonó especialmente fuerte, quité la vista de la carretera durante un par de segundos, y al volver a mirar al frente…, ¡lo vi!

Enseguida pisé el freno, pero ya era demasiado tarde, sentía las ruedas resbalarse sobre aquella carretera de gravillas, escuché el ruido de un golpe fuerte y se me dispararon los nervios. A esa hora de la noche, de dónde saldría alguien en medio de este denso bosque, ¿será un cazador?, ¿algún antílope?, — pensé— Los nervios se apoderaron de mí, no conseguía sujetarme en pie, mucho menos sujetar la M1911[5] que siempre me hacía compañía en el asiento del copiloto. Se me cayó dos veces al intentar cogerla, la cogí por fin, me aseguré de que estuviera cargada y de que tuvieras balas, se me cayeron cinco de las siete balas que admitía el cargador, no me molesté en buscarlas debajo del asiento, simplemente inserté el cargador, saqué el seguro y me bajé del vehículo precipitadamente. A todo ello, con el cuerpo a rebosar de los nervios.

Divisé un cuerpo tumbado en el suelo a unos metros de distancia, justo delante del coche, pero no conseguía distinguir de qué era el cuerpo, me acerqué, y lo vi claro, era una mujer de unos treinta años, me asusté, ¿Qué estaría haciendo aquí a esa hora?, pregunté en mis adentros.

—¿Está usted bien? — pregunté en voz alta. Desde que Salí de la academia, nunca me había visto en una situación en la  alguien estuviera muriéndose por mi culpa, no sabía cómo reaccionar, el servicio militar en nuestro país es mucho más cómodo, cuando las cosas no salen de la rutina habitual, cuando solo tienes que irte a las guardias, salir sin incidentes, y al final del mes, ir al banco a recoger tus dineros, y quizás, cobrarle alguno que otro dinero, a algún indocumentado para poder llegar al fin del mes, pero una situación tan precaria como esa, nunca la había vivido antes.

Me acerqué lo suficiente para asegurarme de que siguiera viva, ¿Cómo ha podido pasar eso?, me pregunté conmocionado, estaba divagando ya, choradas sin sentido.

Mientras conducía, solo podía pensar en llegar antes a casa, para poder encontrar a mi mujer despierta, solo quería deleitarme, después de casi dos días, en echarle un buen polvo a mi esposa, pero en este mismo instante, se me borraron todos estos pensamientos, y solo podía pensar…, ¡he matado a alguien!

Noté unos ligeros movimientos en su mano, ¡estás viva!, —grité de la emoción— ¡gracias a Dios! ..., no te preocupes, te llevaré al hospital, te pondrás bien, te lo prometo—, la dije.

Me fui corriendo al coche para coger algunas mantas, ella sentiría frio, —pensé— regresaba ya con el montón de mantas en mis manos cuando se apagaron las luces del coche, a buenas horas —pensé con el corazón desbordado. No podía distinguir nada en este mar de sombras, solo pasaron unos quince segundos, y al volver a encenderse las luces…, ella ya no estaba, era como si nada de eso hubiera pasado, estaba allí de pie en la mitad de la nada con un montón de sabanas en la mano, pero la persona a la que había atropado y a quien yo quería socorrer…, había desaparecido. Tiré las mantas al suelo, subí al coche y salí de aquel lugar lo más rápido posible. Nunca hablé de ello con nadie, hasta hoy.

—No sé qué es lo que viste, o qué pensaste haber visto, pero un fantasma no era, los fantasmas no existen

—Este es justo el motivo por el que nunca se lo conté a nadie. La gente se precipita en juzgar de loco, a todo aquello que escapa de su comprensión, yo que tú, dudaría un poco, antes de descartar del todo, la posibilidad de que existen los fantasmas. yo sé lo que vi, y en el preciso momento en que lo vi estaba muy cuerdo. En aquel día, perdí mi arma, y este fue mi primer incidente en el servicio, estuve encerado durante seis meses.

—Bueno, visto de este modo, quizás si existan, pero hasta que los vea con mis propios ojos, no estaré del todo convencido eh.

…

Faltaba un mes para que terminase mi tratamiento, se podría decir que les había cogido carriño a estos compañeros con los que había compartido tanto tiempo. Mis últimas pruebas del esputo dieron negativo a la tuberculosis. Yo ya no estaba infectado oficialmente, pero el protocolo indicaba que debía seguir con el tratamiento hasta que llegaran los seis meses.

Paco, que era un chico muy tranquilo, ya estaba esperando a que le dieran el alta hospitalaria, no había razones para que permaneciera en el hospital, tenía buen comportamiento, cumplía con el tratamiento, y por suerte para él, no tenía un historial de alcoholismo, ni de tabaquismo como algunos de nosotros. Así que, mientras iba preparado sus cosas, algunos solo podíamos mirarlo con un cierto toque de envidia, deseosos de lo que él ya había logrado. Tras su partida, los medico vieron innecesaria mi permanecía en el lugar, y me dieron el alta a mí también, y cuando salí, dejé que el viejo Juan también se estaba preparando para recibir el alta hospitalaria, el otro chico…, Felipe, escuché que no respondía bien al tratamiento, así que le tocaba durar un poquito más, ¡pobrecito!

…

Cinco meses sin pisar mi barrio, casi seis, y ahora tras tanto tiempo estaba a punto de regresar. —¿Qué habrá cambiado? — me pregunté desde aquel portal del hospital regional, por fin había logrado librarme de la tuberculosis, pero…, aun no me creía que hubiera sido tan fácil, que solo hiciera falta sentarme, tomarme los medicamentos y mirar el tiempo pasar frente a mí, y yo que, antes pensaba que era mejor morir en mi ignorancia, ¿Cómo imaginar que un poquito de información pudiera salvarme la vida?

Recordaba, vivas las palabras de mi médico, — te has librado por poco— me dijo, y yo no podía librarme de pensar en lo reales que eran dichas palabras, porque los episodios de tos crónica que acababan conmigo entre un charco de sangre, eran muy reales, y a pesar de haberme librado de la enfermedad, aun podía sentir el dolor en mi alma, la sensación de que en cada estornudo fuera a desatarse de nuevo, el desastre en mis pulmones.

Me encontraba parado en el cruce de Zona, en las mediaciones del barrio de Nkolombong, esperando pillar un taxi, uno que aceptara llevarme a casa para luego pagarle desde allí, si algún vecino me prestaba, por supuesto, algún dinerito. No era nada fácil, y cuando les explicaba mi situación a los taxistas, arrancaban sus vehículos sin más y se marchaban a toda leche. Es difícil encontrarse a un buen samaritano en estos días. Sentía con cada paso, cómo la pereza se adueñaba de mi cuerpo, casi se podría decir que anhelaba estar en aquella sala de hospital de nuevo. Apesarar del tedio que implicaba, al menos allí había aire acondicionado, ahora tenía que caminar bajo sol, a las doce del mediodía; cosa que, como sabrá bien, mi querido lector, si ha visitado la ciudad de Bata una vez siquiera, es un suicidio, por el calor infernal, que a esas horas solía reinar en la ciudad.

Mientras iba caminando, se me venían a la cabeza los recuerdos de mis compañeros de cuarto, al muchacho Paco, con sus perpetuos cascos de música que nunca salían de sus orejas, y esos libros suyos que…, no llegué a entender para que le servían; a Juan, un gran hombre de verdad, a pesar de sus historias tediosas. Estas mismas historias que antes me parecían cuentos de un viejo chiflado, ahora las echaba de menos; y por supuesto, a Felipe también, una pena que tuviera que quedarse solo, seguro que pronto tendría unos nuevos compañeros.

Caminé…, caminé y caminé; unas dos horas de caminata ya me parecían eternas. Llegué al barrio todo sudado y con bastante cansancio. No reconocía ya parte de mi vecindario, se habían levantado nuevas construcciones, los barres estaban repletos de gente, parte de asfalto estaba destruido, luego supe que era para suministrar agua potable al barrio. Como todos los vecinos estaban preparándose para las navidades, habían pintado sus casas, y el barrio, en todo su aspecto pulcro y navideño, solo quedaba manchado por la imagen de mi patio, que tras tanto tiempo descuidado, había criado una reserva selvática de hierbas y arbustos que casi llegaban al tejado; pero como es natural en estos tiempos, los niños correteaban por los alrededores libremente y sin guardar cuidado; algunos jugando al esconderse, otros a los policías y ladrones, otros jugando con sus cochecitos en el patio, y los había, que no se privaban de la satisfacción de lanzarle una piedra a la ventana del vecino desaparecido.

…

La señorita Carmela se encontraba sentada delante de su puerta, charlando con algunas amigas, ella que, normalmente era delgadita, había cultivado cierto volumen corporal con el paso de los meses, al parecer las eternas noches de mutua lujuria conyugal habían servido para algo. Los niños provocaron una estampida al verme acercando desde la carretera y las cotorras estas se callaron enseguida.

—¿Este no es Antonio? — susurró una de ellas

—Sí, es él, yo creía que había muerto— respondió Carmela. Llevo más de un año sin verle, —dramatizó

—La mala hierba nunca muere— susurró otra, y todos se pusieron a reírse.

Yo que, me estaba enterando de casi todo, me limité a saludar con la mano…, algo de Paco que se me había pegado. Entré en la casa…, del todo polvorienta, el charco de sangre seguía seca en el suelo de la cocina, las telarañas se extendían por todas las paredes, y la mala hierba ya empezaba a salir en el suelo de mi cuarto, que con el tiempo había criado un agujero en el tejado. Toda la casa esparcía un olor putrefacto, alguien la había convertido en un cuarto de aseo de emergencia. Se me saltaron las lagrima al ver todo ello; y para ir rematando, se habían llevado todas mis cosas de valor, ¿Quién le roba a un hombre que esta moribundo en el hospital?

Ahora tenía que comenzar de cero, una nueva vida, y lo único bueno de ella, era que estaba libre de la tuberculosis. ¿Cómo podría volver a fumar?, ¿Cómo haría semejante estupidez de nuevo?, ¿Qué me haría volver a caer en este mismo habito, que por poco acababa con mi vida?, en ese mismo instante, era impensable la idea, siquiera, de un yo que se volviera a llevar un cigarro a la boca, ¿Qué situación tan desesperante me podría hacer cambiar de parecer? ..., imposible, no volveré a fumar, —dije tomando coraje.

…

Se había cumplido un mes desde que salí del hospital, para que mi casa fuese habitable de nuevo, tuve que invertir casi todo el dinero que tenía ahorrado en reformas, y mientras los demás disfrutaban con las festividades navideñas, yo estaba sumido en un arduo trabajo, intentando adecentar mi hogar…, ¡sí…, mi dulce hogar!

Recuerdo un día, a falta de una semana para las navidades, yo había tenido una larga jornada de intenso trabajo, estaba realmente hambriento y cansado, la hija de una vecina, una chica muy maja, me trajo un plato de comida, en realidad exquisito, no tanto por el gusto, ni por lo sabroso, sino por el detalle de aquella joven de no más de quince años, nadie más había tenido tal detalle para conmigo. En aquella misma tarde, vi desde la puerta de mi casa, cómo su madre la propiciaba una tremenda paliza como si hubiese cometido una cosa repugnante, y luego la mandó tirar todos los platos que se parecían al que había utilizado para servirme aquel único plato de comida. Y yo que, realmente había disfrutado del alimento este, me sentí mal, porque ella tuviera que sufrir el dolor de una paliza igual a causa mí, nadie debería sufrir por intentar ayudar a otros.

…

Me fui a la cama aquel día, recubierto con la fría manta de la soledad y la angustia en el corazón por aquella pobre muchacha que solo quería ayudar. Estar solo en la vida, me estaba pasando factura. Pero, no siempre fue así, hubo un tiempo en que yo no estaba tan solo, de adolescente, había conocido a una chica, realmente preciosa, amable, y lo mejor de todo, era que estaba enamorada de mí, me sentía feliz, muy feliz; tanto que, durante quince años, no me molesté en preocuparme por sus opiniones, ni para saber lo que sentía respecto a mis acciones y…, por más que me repetía que odiaba que yo fumara, yo seguía fumando igual. Hasta que, hace nueve meses, decidió dejarme. Y a causa de ello, me había consumido el remordimiento y la ira, no tanto porque me hubiera dejado, sino más bien contra mí mismo, que no supe valorarla, y ahora en todo mi aspecto flaco y desfigurado, solo me consolaba la idea de poder hacerme una paja por la noche para poder dormir tranquilo.

…

Seis semanas habían pasado ya, las navidades y sus festejos se habían quedado atrás, pero a los jovencitos más atrevidos, les seguía atrayendo la idea de que, en el barrio había un nuevo monstruo, uno que escupía un gas venenoso y contaminante, y podían burlarse, seguramente con los permisos de sus padres, que quizás, no se los dieran directamente, pero con los comentarios que hacían en casa, ellos entendían que había que mofarse del espantapájaros caminante, asegurando siempre, que no se acercaran demasiado para no contaminarse.

…

Una tarde, ya casi estaba a punto de terminar con las reformas de, como lo llamaban ya en el barrio, la chabola de María el espantapájaros, pero ya no me quedaba dinero, así que salí a buscar destajos por la ciudad. Al encargado del almacén de una cadena de supermercados le pareció bien ofrecerme un puesto entre su plantilla, al observar mi condición de extrema necesidad, se conmovió profundamente, y dijo que podía ayudar con cosas poco pesadas, y eso hice durante unas semanas. Aquel hombre de muy buen corazón, me ayudó bastante durante este tiempo. Como tenía un restaurante, cuando salíamos del almacén, me llevaba allí, y me servía de las sobras de los días anteriores, y gracias a esta benevolencia de su parte, empezaba a recuperar mi cuerpo.

Pero un día…, la señorita Carmela, que estaba a de siente meses de embarazo, se pasó por el almacén para hacer la acostumbrada compra prenatal que caracteriza a las muchachas que están a punto de tener a su primer bebé. Yo, como en las mañanas anteriores desde hacía más de dos semanas, había comenzado con mi trabajo, ahora podía hacer más, porque me estaba recuperando bastante.

—¿Qué hace este enfermo aquí? — escuché de una voz que salía desde el mostrador de facturación, mientras le traía un pedido a una otra cliente.

—¿Cuál enfermo? — preguntó Mohamed, que es como se llamaba el encargado.

—Este enfermo de tuberculosis que viene ahí, con las cargas— respondió la señorita Carmela señalándome, todos los que estaban a mi alrededor dejaron de hacer lo que sea en lo que estuviesen ocupados en este momento y se pusieron a mirarme estupefactos.

—Te equivocas —dijo Mohamed—, estaba enfermo, pero ahora está bien

—¿Eres consciente de que puede contagiar a todos los que estamos aquí, ahora mismo no?

—Este sería el caso, si estuviese enfermo, pero él ya no lo está

—Quiero hablar con el encargado— dijo Carmela a continuación

—Señora, yo soy el encargado

—Pues quiero hablar con tu jefe de inmediato

—Señora…

—¡Señorita! — gritó ella

—De acuerdo, lo siento, señorita, pero si no va hacer ninguna compra, me temo que tendré que pedirla que se vaya, es que tenemos mucho trabajo y usted nos está haciendo perder el tiempo.

—Claro que no voy a hacer ninguna compra, nadie debería, ¿Cómo voy comprar, con mi propio dinero, algo que después me mate ah?, le estoy diciendo que este hombre está enfermo de tuberculosis, no debería estar trabajando en un lugar público.

—Señorita, por favor, haga espacio, ¡deje lugar, por favor! — dijo Mohamed, cediéndole paso a otro cliente, pasé con los productos al lado de ella y enseguida se apretó fuertemente la nariz con sus dedos. Sentí como si el peso del edificio estuviese sobre mis hombros, quería desaparecer, pero tuve que tragarme la humillación y los insultos.

Mohamed observó que estaba tan afectado que no podía sostenerme en pie, me temblaba todo el cuerpo, apenado por mi situación, me dio permiso para irme a casa. Estuve caminando por la acera, intentado parar algún taxi, pero tampoco me cogían, caminé largo rato. Los vehículos pasaban delante de mí, como si fuese un pero remojado en aceite, me crucé con muchas personas, en todas sus miradas indiferentes, podía notar el poco valor que me daban, ¡algo está mal!, —pensé—, no hay lugar para mí en este mundo cruel, ¿de qué me servía luchar tanto por vivir, si la vida luchaba por deshacerse de mí?, ¿Qué sentido tenia privarme de los placeres de la vida, si, de todos modos, mi vida ya no era vivir?

Pasé al lado de una abacería, y vi la caja de marlboro rojo, de estos que antes me gustaban, y enseguida sentí antojo de unos cuantos cigarros, compré una cajilla y un mechero. Cogí carrera, pasando por el mercado de Mondoasi, me dirigí al Paseo Marítimo, divisé la Torre desde las cercanías de la rotonda, estuve parado ahí un rato, intentando cruzar aquella carretera de cuatro carriles, había mucha circulación, me precipité hacia el bullicioso tráfico, y todos se pusieron a bocinarme, y los había quienes no se resistieron a la satisfacción de hacerme el saludo grosero ese, el de subir solo el dedo corazón, ni siquiera sabía lo que significaba, yo solo crucé. Pasé por el pequeño muro que separa el paseo marítimo con la playa, me senté en una piedra enorme, negra y llena de agujeros, dejé colgados mis pies para que los mojara el agua de las olas que venían a chocarse contra las piedras.

Saqué un marlboro de la cajilla, pasé el pitillo entre mis labios, no pensé más en el mal que me había provocado, solo me limité dejarme llevar el enfado, o tal vez será que lo necesitaba tanto que ya no me resistía, no lo sé, pero enseguida me olvidé de todo lo que me había causado el uno del cigarro, de que por fumar, había perdido a María Jesús, por fumar, pasé casi seis meses en una sala de hospital, lejos de mi casa, y por ello, robaron todas mis cosas de valor, si ahora soy el hazmerreír de todo el mundo, es porque en un día decidí llevarme un cigarro a la boca.  Por fumar se había arruinado mi vida, pero, aun así, estaba otra vez allí, con un cigarro entre los labios. Encendí el mechero, y el viento lo apagó, insistí durante un rato, no lograba mantener la llama encendida, hice una barrera con mis manos, la llama se contuvo al mismo tiempo que yo contenía la respiración. Estaba a punto de encender el pitillo cuando levanté la mirada y allí estaba mi madre.

—¡Hola cariño! — me dijo.

Me levanté precipitadamente, quise ponerme a correr, pero se me atascó el pie entre las piedras, y por más que tiraba de él, no salía.

—¿Por qué huyes de mí amado mío?

Me parecía que estaba soñando, así que no respondí, di la vuelta y ella seguía estando ahí, parada en la arena, cerré los ojos con fuerza durante unos segundos, y volví a abrirlos pensando que era una alucinación, pero ella seguía ahí, de hecho, esta vez a mi lado.

—¿Qué quieres de mí? — la pregunté, el coraje que había tomado para ello se desvaneció enseguida cuando acercó su mano hacia mi pie —no tengo nada que ver con tu muerte, solo era un niño, —dije, sin fuerzas ya de evitar que se mojasen mis pantalones con la orina

—¡Oh querido mío!, ¡sangre de mi sangre!, no te culpo de mi muerte— dijo ayudándome a sacar el pie de entre las piedras.

—¿Y por qué sigues aquí? — pregunté con el miedo corroyéndome los huesos

—He visto tu dolor desde el más allá, te culpas de todo, y necesitas saber que no tienes la culpa de nada. Salvo, por supuesto, de tus propias decisiones. Como el hecho de que quieras volver a ponerte un cigarro en la boca. De eso, sí que tienes la culpa.

—Fui un mal hijo mamá, un desagradecido— la dije a lagrima suelta.

—Todos los hijos son malos en algún momento, nuestra obligación es amarlos igual, todos hacen cosas estúpidas, y estamos obligadas a perdonarles, no es algo por lo que debas machacarte, si hubieras tenido un hijo, lo entenderías.

—¡Lo siento mamá!, ¡lo siento mucho!, mi vida es un fracaso…, justo como me lo advertiste.

—¡Tranquilo vida mía!, la vida es un viaje, tú solo procura disfrutar de él. Siempre hay esperanza de mejora, todo acaba solo cuando dejes de respirar, por ahora, solo tienes que tomar las decisiones correctas, dejar las cosas que manchan tu cuerpo, vivir una vida limpia. Busca a Dios hijito mío, vive, y busca que tu paso por el mundo, no sea una historia olvidada. No te vayas a morir sin dejar mi legado, si lo haces…, te prometo que te atormentaré por la eternidad— dijo sonriendo.

—¿Qué tengo que hacer?, ¡estoy desesperado!, todos se burlan de mí, el amor hace tiempo que desapareció de mi vida, no tengo amigos, mi propia existencia es un suplicio.

—No tienes que hacer nada de otro mundo cariño mío, solo lo que has estado haciendo hasta ahora; tienes un trabajo, y un buen jefe, estas acabando con las reformas de la casa, sigue en este camino, y todo llegara en su debido momento. Mira — dijo señalando hacia la carretera—, ¿se están burlándose de ti?, no dejes que las cosas sigan así, no dejes que mi legado sea, “María el espantapájaros”, se mi Antonio, mi pequeño Antonito.

Miré hacia la carretera, y unos adolescentes me estaban haciendo fotos, —¡eh!, ¡como os coja! ..., trituraré este maldito cacharro con mis propios pies, —grité enfurecido, y los muchachos se echaron a correr. Me doblé para seguir con la conversación, pero mi madre ya no estaba, y allí, solo, me di cuenta que había estado hablando conmigo mismo todo este rato, nada de mi madre. Levanté la mirada a lo lejos, y nada. Había desaparecido, me había abandonado de nuevo, —pensé—, o ni siquiera había estado allí, solo me estaba volviendo loco.

Pero, de todos modos, me fui a mi casa, y me tumbé durante un buen rato, se me olvidaron los cigarros en la playa, no le di importancia, además había sido un error comprármelos. El día acabo conmigo tumbado sobre aquella cama maloliente, solo, sin nadie que me despertara para recordarme que debía comer, y por la mañana, tampoco había nadie que me levantara de la cama, salvo mis propias pesadillas.

…

Desperté en la mañana siguiente, repleto de energía, a tope de las ganas de disfrutar de la vida, de vivir con alegría, me duché, hice el desayuno, y al salir rumbo al trabajo, vi a Carmela salir de su casa, me miró con la misma repugnancia que en los días anteriores, no respondió, salvo con la misma mirada de desprecio con la que siempre me miraba.

Yo seguí caminado hacia la carretera, cogí un taxi y me fui al trabajo.

…

Han pasado unos cuantos años desde aquello, hace unos meses me casé con una mujer preciosa, increíblemente preciosa, yo ni siquiera me lo creo todavía, se llama Sofía, y estoy intentando evitar que volviera pasar lo que ocurrió con María Jesús, la ofrezco todo el cariño que llega a producir mi corazón. Tuvimos una hija antes de casarnos, ahora mi princesita tiene tres añitos, y su presencia en mi vida, me hace la persona más feliz que existe. El final de una historia, es el comienzo de otra. Y a pesar de que, en estos momentos, nos encontramos encerados por causa de la pandemia, me siento muy afortunado, tenerlas en mi vida, no tiene precio. Las amo de todo corazón y siempre las amaré, siempre y para siempre.



[1] TBC: acrónimo de tuberculosis.

[2] Abaá: del pamue Abáá; hace referencia a una casa comunal (Diccionario de la Real Academia Española).

[3] Ntumu, variante de la lengua Fang, hablada en los territorios ecuatoguineanos

[4] Pipinero: dicho de alguien, generalmente de menor edad, que tiene el habito de orinar en sus pantalones mientras duerme. Esta expresión es utilizada por personas mayores para referirse al conjunto de adolescentes en general. De uso común en Guinea ecuatorial

[5] La M1911 es una pistola semiautomática de acción simple, alimentada por cargador, operada por retroceso directo de calibre 45 ACP (Automatic Colt Pistol)


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Obra ganadora del certamen RAFAEL MARÍA NZE ABUY 2020.



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Silvestre Nsue Nsue Nchama

Silvestre Nsue Nsue Nchama

Nació en Angok-Meloo, un pequeño poblado al Sur-oeste de la provincia de Kie-Ntem, distrito de Ebibeyin. Su padre es Silvestre Nsue Esono y su madre es Natividad Nchama Obama. Actualmente vive en Malabo. Licenciado en Relaciones Laborales y Recursos humanos por la Universidad Nacional de Guinea Ecuatorial. Escritor de relatos cortos, ensayos y poesía. Diplomado en gestión y resolución de conflictos, Negociación y Formador de Formadores en cuestiones de género.

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