El
día amanece risueño, los rayos de luz iluminan radiantes bañando con su fulgor las
coplas de los enormes árboles que rodeaban el pequeño poblado de Engoo. Un
agradable olor a potaje flotaba en la habitación, mientras Angué se encontraba perdida
dentro de sus propios pensamientos. Un fuerte y persistente olor a humo y moho
se hace más intenso y esto la arrebata de su somnolencia.
Aquí
y allá, colgaban multitud de objetos en las vigas del tejado, añadiéndole al
ambiente, nuevas fragancias que cubrían por momentos el olor a moho: dientes de
ajos, cebollas medio podridas, ramilletes de hierbas aromáticas, envueltos de
pescado…, todos juntos componían una plácida fragancia que hipnotizó a la hermosa
mujer, invocando en su mente aquellos recuerdos de su niñez.
—"No
podemos huir de nuestro pasado”—. Su mente la lleva a la vieja choza de sus
padres, veinte años atrás en el tiempo.
Su
madre, se encuentra sentada al otro extremo de la enorme cocina, lo bastante
cerca del fuego para notar su brillo irradiando su rostro. Su tío, Ondó, “un
hombre de enormes rasgos, gran altura y notablemente malhumorado”, se
encontraba sentado, compartiendo la pequeña cama de cañaverales con Mba, el
padre de la muchacha, que, por ser hermanos, compartían similitudes
difícilmente separables.
—"No
podemos huir de nuestro pasado”—. Susurra su madre con sus manos tendidas al
fuego como si quisiera abrazarlo. ¡Ohhh Dios todo poderoso! —gimió la mujer amargamente
afligida.
La agradable mañana vuelve a su mente. La suave brisa que se colaba por la estancia, la enorme cocina, la fogata, el ahumadero que estaba justo encima del fuego, las camas de bambú…, todo criaba en la, ahora gran mujer, melancólicos recuerdos de la casa de sus padres. Pero también, de forma bastante insistente, venían a su memoria recuerdos del último día que compartió con ellos, —¡este horrible día! —. Hoy, después de tanto tiempo, se ha vuelto a despertar inmersa en este momento de su infancia que tanto la marcó.
El sueño de toda mujer, 1973
—
“Casarse con un buen marido, un hombre joven que sea buen trabajador, que sea
atento y…, y te quiera” —. Espetó la madre de la muchacha con lágrimas en los
ojos. Su suegra, que estaba recuestada en una esquina cercana, gimió disimuladamente
en alto, como si quisiera hacerla callar.
—Mba,
controla a tu hembra— dijo Ondó inclinándose hacia su hermano, que se
encontraba sentado a su lado, —no me gusta la actitud desafiante, carente de
respeto, ni la indisciplina que está mostrando. ¿Cómo se atreve a abrir la boca
para decir estas sandeces?, ¿acaso no ve que los hombres estamos hablando de
asuntos importantes sobre el futuro de la familia?
—Mi
querido hermano Ondó— comenzó hablando Mba con su acostumbrada calma de ánimo. No
olvides que se trata de su hija. Ella abre la boca y habla impulsada por el
dolor y la angustia de su perdida. Te ruego…, no se lo tomes en cuenta. En
otras circunstancias ella sería mucho más respetuosa.
—Tienes
razón— afirmó Nchuchuma, el tío de los hermanos. Y toda la casa hizo un coro de
aceptación.
Los
hombres continuaron con las discusiones. La casa estaba llena. Por un lado,
estaban los hombres de Engoo, algunos ocupando espacios en las camas de bambú,
otros estaban de pie, y los había, quienes se encontraban apoyados en las
ennegrecidas paredes de la cocina. Y al otro lado, estaban Mba y su familia. Y
en una esquina, cerca del fuego, se encontraban las mujeres, entre ellas Angono
la madre de Angué y su suegra Akele.
—Mi
niña, mi hermosa niña— lloró Angono desconsolada, su suegra tosió fuerte, como
llamándola la atención nuevamente. Pero, era tal su dolor que no pudo
contenerse y las lágrimas afloraron descontroladas.
Desde
cuando son pequeñas, las madres preparan a sus hijas para que puedan ser buenas
esposas, madres extraordinarias…, amas de casa piadosas. Y Angono se esmeró de
forma especial para convertir a sus hijas, sus únicas dos hijas, en las mejores
esposas de todos los tiempos.
Al
final, hizo un buen trabajo.
Angué
recordaba los grandes esfuerzos que hizo su madre para preparar a Nkene, su
hermana mayor. La muchacha más hermosa que había visto nunca, la admiraba
enormemente. Las jóvenes, habían tomado de su padre muchas características
físicas: la gran altura, el abundante pelaje, el carácter…, se parecían
muchísimo a su padre en muchas cosas, pero la belleza, claramente la habían
prestado de su madre, que era una mujer de gran hermosura.
Nkene
se había casado a los dieciséis años, con uno de los amigos de su abuelo, un
hombre mayor de Engoo, un pueblo lejano, a cuyos habitantes se les conocía por
sus enormes fortunas. Con la boda, la pequeña se unía, sin que ella pudiera elegir,
no solo a su esposo Oburu, sino que también a sus treinta mujeres, innumerables
hijos e hijas, y a toda la tribu de este.
Desde
los diez años, su madre la había preparado bien para llegar a ser una buena
esposa: “lavaba de forma impecable, cocinaba exquisito, era una excelente
trabajadora (ya tenía una finca propia)”. En todo el poblado se cuchicheaba
sobre su fuerza y su vigor. —El perfecto resultado de tan arduos esfuerzos—. Pensaba
su madre hinchada de orgullo cada vez que la gente alagaba a su hija. Así que, cuando
la niña cumplió doce años, su padre comenzó a buscar una dote apropiada para
una mujer de su categoría. A su parecer, su hija valía el doble que todas las
muchachas de su tiempo: ella era fuerte, trabajadora, sumisa, obediente…, cualquier
hombre que tuviese la fortuna de casarse con ella, encontraría en Nkene, una
fuente de paz y tranquilidad. Fueron tres años de incansable búsqueda. Y cuando
su padre, el viejo Mabana, le vino con la propuesta de uno de sus amigos, Mba
no se lo pensó mucho y cedió.
En
el momento que la muchacha tuvo su primer sangrado, su padre la entregó en
matrimonio al viejo Oburu. La felicidad de la unión solo duró, lo que tardaron
los festejos, y la niña, que había vivido, según se comentaba, una infelicidad
insoportable, se había suicidado tras dos años de casamiento.
—Los
trapos sucios se lavan en casa— le dijo Mba a su hermano. Se volvió hacía su nuero,
le echó una mirada sincera y de corazón abatido. En sus ojos se veía que se estaba
aguantando las lágrimas, porque claro, “los hombres no lloran”. —Mi querido
amigo— le dijo, le costaba decirle hijo, como era costumbre, porque tenía la
edad de su padre. —Mi corazón está afligido por la triste noticia de la muerte
tan prematura de mi niña. Tenía tanta vida por delante. Me hubiera gustado
abrazar y tener entre mis brazos a mis nietecitos. Una lástima que se halla
muerto de forma tan misteriosa.
—Mi
querido suegro, —dijo Oburu— le puedo asegurar que mi dolor es igual de enorme,
si no más, ya que ella era ahora una sola carne conmigo. —le dijo, recordando
las palabras de un sacerdote. Las escuchó un día en que se le había invitado a
una boda de los católicos de su pueblo. Angono escuchó aquellas horribles
palabras y se le tembló el corazón, gritó dolorida de la frustración. Su suegra
la estrechó entre sus brazos, más para acallarla que para consolarla. En su
mente, no paraba de imaginarse a su hermosa niña, a su pequeña, bajo el peso
repugnante y grasiento de aquel hombre viejo. Y este mismo pensamiento la hacía
señalar a su esposo como el culpable de la muerte de la muchacha.
Pero
también, algo de culpa la carcomía, por no haber hecho nada para impedir tal
desgracia. No podía dejar de pensar en que pudo haber hecho algo.
—El
sueño de toda mujer es casarse— pensó dolorida, — pero deberían poder elegir. Cada
mujer debería poder escoger a su esposo. Mi pequeña debió poder elegir — pensó
mientras las lágrimas brotaban de sus ojos como torrentes. Ahora gimió con más
fuerza mientras su suegra la apretaba más contra su pecho.
—Pero
por desgracia, no podemos huir de nuestro pasado— razonó ahora en alto. Cogió
de las manos a su suegra, la miró con ternura…, suplicante.
—¿Cómo
puedes permanecer en silencio sin decir nada? — inquirió.
La
mujer, que parecía ajena a todo lo que estaba sucediendo, ni siquiera la
devolvió la mirada, permaneció inmutable, inexpresiva…, en silencio.
—A
mi pequeña Angué, ¡no! ..., no… no… no…,
ni siquiera lo piensen. No lo permitiré, otra vez no.
La Dote, una amarga manzana, 1993
Angué
despierta de sus pensamientos turbada, con ojos llorosos. Pensar ahora en los
esfuerzos que había hecho su madre, y lo caro que tuvo que pagar por ello, hacía
que inevitablemente se ponga a llorar desconsolada.
En
su actual situación, recordaba a menudo aquellos años de su niñez, la forma tan
horrible en que ella tuvo que casarse siendo tan solo una niña. Tener que ser
la sustituta de su hermana, quien había fallado en su cometido y odiarla por
ello; por haber muerto, por no despedirse, por no ser fuerte…, odiarla por
tantas cosas, hacía que se despertara a menudo de este modo: afligida,
desconsolada…, llorando.
Ella
ya lo había entendido. —“Cada una debía poder elegir”—. Aquellas palabras la
acompañaban cada día desde que salió del hogar de sus padres. Irrumpían en su
mente solo para recordarla…, para hacerla entender, que no podía elegir, que
estaba condenada, igual que su madre, igual que la madre de su madre…, y así, atada
a una larga cadena de sufrimientos por ser mujer, generación tras generación. Y
ahora la tocaba a ella afrontar la maldición cultural porque su hermana se
había rendido.
Cuando
llevaba mucho tiempo pensando en ello, en su mente se disparaba una nueva
pregunta: —¿realmente debía odiarla por algo que no podía evitar? —, y entonces
la vergüenza la cubría, y se odiaba a sí misma por haber pensado siquiera que
su hermana tenía algo de culpa en todo lo que la había pasado.
Pero
la mente siempre busca culpables, así que la culpa debía ser de alguien. La
flecha de la culpa se disparaba entonces clavándose primero en su padre, cuya
excesiva tolerancia y ambición habían hecho que otros tomasen decisiones sobre
el futuro de sus hijas, Mba era un hombre fuerte, valiente y trabajador, pero
cuando el viejo Mabana intervenía en una discusión y tomaba una decisión, el
valiente Mba perdía todas sus fuerzas. La flecha lo atravesó, y se dirigió al
abuelo Mabana, llevaba veinte años sin saber de él, sin pensarle siquiera,
incluso cuando falleció hacia quince años, no sintió ni un poco de
remordimiento, desde la muerte de Nkene y su prematuro casamiento, no quería
tener nada que ver con el viejo, creía que él era la causa por la que se les
había implantado tal desgracia. Pero, ¿la culpa realmente era suya?, ¿no le
habían educado de este modo?
—Las
mujeres nacen para generar fortuna—, decía el viejo a cada que tenía
oportunidad, lo tenía arraigado en su mente y actuaba en consecuencia. Era un
cazador experto de dotes, viajaba a pueblos distantes buscando a grandes
propietarios, grandes hombres que pudieran ofrecerle grandes dotes, por sus muy
hermosas mujeres, así fue con todas sus hijas, y la misma suerte corrieron Angué
y su hermana.
Así
que la flecha no encontró en el abuelo Mabana el origen de aquellas desgracias,
se dirigió más atrás en el tiempo, al tatarabuelo, y más atrás aún. Hasta que
al final, la descubrió en frente de ella misma, con su punta afilada,
brillante, con sed de sangre, dirigiéndose a su corazón.
—No
podemos huir del pasado— sonó en su cabeza. Las palabras parecieron sonar justo
detrás de ella. Aquellas palabras de su madre hicieron que ella recuerde lo
valiente que fue, aunque, lamentablemente su desgracia, su dolor, todo el
sufrimiento que se había instalado en su hogar, la superaron.
—
“Fueron años muy horribles— se dijo Angué para sí misma. Pensar en su madre, en
el dolor que debió haber sentido por perder a sus dos hijas de la mano del
mismo hombre repugnante, hace que se despierte, desde que se casó, llorando
asqueada de sí misma, de su familia… y de todo.
El
dolor y la desesperación se habían convertido en mis compañeros, siempre
presentes, constantes y durante cinco años…, años tenebrosos, no me han dejado
sola ni un solo día. Me despierto cada día con un nudo en el estómago, llorando
de amargura y la desesperación me envuelve por completo.
Angono,
mi queridísima madre, no pudo soportar que su niñita se casara con aquel viejo,
y al dolor de la muerte de Nkene, se sumó aquella horrible experiencia. Sumida
en la depresión, empezó a descuidar sus deberes de mujer: sus fincas, su
esposo, sus amistades, su higiene, todo fue deteriorándose poco a poco.
—Nunca
le niegues la intimidad a tu esposo por ninguna circunstancia — le había dicho
su madre el día de su boda, lo mismo ella le había dicho a Nkene, y por mucho
tiempo, estas palabras la torturaron desagradablemente. Recordaba estas
palabras todas las noches, cuando su esposo, mi padre, se posaba sobre ella, y
hacia sus cosas. Descubriría poco tiempo después, cuando la depresión la
arrebató toda gana de satisfacer a nadie, por qué su madre había insistido
tanto en este detalle.
Hay
ocasiones en que me tomo un momento, una tarde antera, y converso con una muy
buena amiga mía, —la única que tengo en todo el pueblo en realidad—. Hablamos y
comentamos sobre mis preocupaciones, mi sufrimiento y esta inquietud
persistente que me desvelaba desde que fui arrebatada del hogar de mis padres;
algo que dormía en las despensas de mi memoria debió salir de su letargo, en
algún momento, entre la muerte de mi madre, la del viejo Mabana y la de mi
esposo, y el mecanismo que hace avanzar las cosas se puso en marcha. Mi
curiosidad por la tradición, tropieza casi siempre con el muro olvido de las
generaciones. Nos asimos a los viejos como quien se encarama a una escalera
para alcanzar a ver un espectáculo. Y a medida que los años pasan, los
escalones se multiplican. La cadena de generaciones resulta tan abismal cuando
decides volver la vista hacia los orígenes, que no deja de sorprenderme la
fidelidad de nuestras madres a sus modelos.
La
mayoría de nuestras costumbres, llegadas a nosotros por las historias de
nuestros viejos, probablemente los últimos testigos de la antigua sabiduría,
son solo palabras vacías construidas para oprimir a algunos. Ellos quizás fueron
realmente los únicos que sabían la verdad sobre el por qué se hacían las cosas
de la forma que las hacían, y como casi todo, el paso del tiempo hizo que
empezáramos a olvidarnos de estas cosas; habíamos caído en la rutina de actuar
solo porque sí, solo porque así lo hacían nuestros padres antes que nosotros, y
sus padres antes que ellos.
Y
mi abuelo que siempre fue un hombre muy ambicioso, utilizó la ignorancia de mis
padres, para hacer una fortuna manchada de sangre: la sangre de mis tías, la de
mi hermana, la mía…, y nunca nadie le dijo nada, nadie podía. Su poder infinito
sobre sus propiedades (entre ellas su familia), era indiscutible.
Mis días, desde hace ya unos años, amanecían con este saco de emociones, la culpa, la frustración, el sentimiento de invisibilidad…, todo parecía estar diseñado para que me sintiera de este modo. La dote, mi valor ante el mundo, ante los ojos de mis padres, de mi familia, el valor que me había puesto el abuelo, todo lo que valía para ellos; era ser la sustituta de mi hermana, como si ella fuese ganado defectuoso, y yo solo una hembra más de la manada que debía sustituirla, que no valía nada, no más que la vaca, no más que una oveja del rebaño. Y en medio de estos sentimientos, mi vida, mis relaciones con los demás, todo se ve destruido.
...
Hace
tiempo, solo unos pocos años, me llegaron las noticias de la muerte de mi madre,
y claro, ya me lo esperaba.
Después
que se vio afectada por la depresión, mi padre se buscó a otra esposa, y dejó de
prestar atención a mi madre y así fue cómo se marchitó en la soledad; el dolor
por el abandono de su esposo, la angustia y la desesperación al final la
asesinaron.
No
pude asistir a su defunción. Ahora ya no soy de su propiedad, le pertenezco a
la tribu de Engoo, mi vida, mis frutos, mis esfuerzos, ahora son de ellos. Y mi
marido actual, el hijo mayor de Oburu, me lo recuerda a menudo. Después que se
murió mi marido, su hijo mayor, como es costumbre, me tomó como esposa, por ser
la más joven. Y ahora, mis hijos son los tíos de mis otros hijos. A veces me
hago un lio intentando explicarlo.
No podemos huir del pasado
—"Apenas
tenía catorce años cuando mamá me agarró de la mano y me dijo: —te hemos
conseguido una casa donde vivirás como una reina y te cuidarán bien— dijo la
abuela Akele con expresión despreocupado. —Sus palabras a mí me sonaron vacías
y sin sentido, pero en su mirada se veía que estaba convencida de lo que decía.
Corría el año 1907, mi inocencia y mi edad no me permitían cuestionar a mis
padres.
—Nosotros
nos regresaremos al pueblo a cuidar de tus otros hermanos— dijo mirándome
fijamente. Al rato, agarró mi bolso y emprendimos la caminata.
Después
de un largo recorrido, llegamos a Mobongo, el pueblo de mi esposo, entramos en
la casa. Recuerdo a los perros jugando a perseguir a las gallinas, a mí me
encantaban los perros, así que, pensé: — “sería maravilloso quedarme a vivir
aquí con esta gente”. Los niños jugaban en el patio; recuerdo sus risas, que me
contagiaron enseguida, hasta el punto de intentar salir corriendo a jugar con
ellos, y recuerdo la mano de mi madre, como una trampa para elefantes agarrar
mi brazo.
Mis
padres estuvieron discutiendo un buen rato con los señores de la casa, sobre
asuntos de los que yo ni me enteré, me gustaba el lugar, pero me gustaba más mi
hogar y claro, no quería quedarme si mis padres se tenían que regresar a
nuestro pueblo.
Un
señor muy alto, con la piel muy oscura, los ojos colorados como los de un gato
y unos labios gruesos; con aspecto varonil y la apariencia de recién salido de
la finca, entró en la casa.
—¿Ya
viste a tu mujer? — preguntó una de las mujeres que estaban ahí sentadas
dirigiéndose al señor. Su mirada se dirigió a mi madre, que era en aquel
entonces, una mujer muy hermosa, y se iluminó su rostro. Se dirigió hacia ella
de forma precipitada, extendió sus manos para tomarla entre sus brazos y…,
detrás de él sonó de nuevo la voz de aquella mujer:
—Ella
es tu suegra— dijo. Y el sobresalto fue tal, que todos en la casa se quedaron
perplejos. —Aquella…, es tu mujer. Repitió la señora señalándome. No sabía lo
que significaba ser mujer de nadie, pero si esto implicaba cuidar de mi como
mis padres, yo estaría feliz, pensé.
Recuerdo
al monumento de persona acercarse a mí, tomarme de los hombros, y darme unos
besitos en ambas mejillas, recuerdo el picor de su barba en mi piel, su fuerte
fragancia a sudor y bosque, sus gruesas manos…, y así fue como me casé—. Dijo
la vieja Akele. Sus ojos brillaron de tristeza.
—Mi
querida nieta, somos mujeres, no tenemos elección, y no podemos mostrar
debilidad, debemos ser fuertes— dijo mientras terminaba de prepararla.
—Hazte
a la idea que vivirás con él hasta que envejezcas. Él es tu familia ahora,
ellos son tu pueblo y su hogar es tu nuevo hogar— le dijo a la muchachita, al
mismo tiempo que recordaba las mismas palabras dichas por su madre.
Angué
miraba a su abuela perpleja, sin tener claro lo que estaba sucediendo, aquel hombre
viejo recientemente se había casado con su hermana, ahora Nkene estaba muerta,
y tener que casarse ella también con el mismo señor…
—¿Yo
también iré a morir? — susurró.
—¡No!,
no, querida nieta mía — dijo endulzando su voz, —ósea, sí morirás— se corrigió,
—pero no como tu hermana, no te la pareces en nada, tú eres más fuerte y
valiente, como tu padre y como tu abuela. Vas a tener muchos hijos, serás
feliz, y tus niñas vivirán una época mejor, un mundo mejor que tú ayudarás a
construir, y que yo ayudé a construir y mi madre…, y su madre antes que ella, y
todas las mujeres que han hecho posible que hoy estés aquí, que seas fuerte…,
que seas valiente.
—Cuando
me casé — dijo la vieja mujer, —mi propia madre le hizo entrega al señor de mis
objetos personales, incluido mi bolso de ropa. Y junto con mi padre, y otros
familiares, salieron de la casa y volvieron a nuestro pueblo, sin mí. Me
abandonaron en este lugar desconocido, sin remordimientos, sin pena, como si
nunca me hubiesen querido, ¿Qué hice yo para merecerme este trato?, ¿me maté?,
si lo hubiera hecho, tu padre no hubiese nacido, ni tus tías, ni tú, ni la
desagradecida de tu hermana.
—¿Mi
vida fue una infinita felicidad como me había imaginado? — la mujer hizo una
pausa, y negando con la cabeza dijo: — te puedes imaginar la respuesta. Después
que se marcharon mis padres, ahora les pertenecía a estos señores y a la
horrible mujer que era mi suegra. Esta misma noche conocí a mi esposo como
hombre, dolió mucho, y te dolerá a ti también, pero aprenderás a disfrutar de
ello, aprenderás a dejar que pasé.
—¿Qué va a dolerme? — preguntó la muchacha. Su abuela la miró con ternura, y por primera vez en todo el tiempo que la pequeña Angué había compartido con su abuela, por primera vez, vio una lagrima bajar de sus ojos.
La noche de bodas, 1975
Habían
pasado dos años desde que se murió Nkene. En este tiempo, los padres de Angué
se habían preparado para recibir a los visitantes de Engoo con ocasión a la
ceremonia de la boda entre la pequeña y el viejo Oburu. La madre de la muchacha
no estaba contenta con la decisión, pero no podía contrariar al viejo Mabana,
ni mucho menos a su esposo.
Como
pasa casi siempre en las bodas tradicionales, la euforia se corría por todo el
poblado de Mobongo, y se sentía la alegría en todos sus oriundos, salvo en la
madre de la muchacha, que, consumida por la tristeza, no se veía capaz de
participar en esta abominación.
El
día amaneció hermoso. Después del cansancio acumulado por tan ajetreada rutina
de los últimos meses, todas las partes se sentían extasiadas de que haya
llegado el día. La gente de Engoo había venido como de costumbre, con abundante
comida y regalos. Y los de Mobongo, se habían preparado también. Entre juegos,
bailes y canticos, recibieron a los huéspedes.
Ahora
todos estaban sentados en la casa de palabra. En uno de los lados, estaban los
visitantes, y en el otro, estaba la familia de Mabana.
—
¿Qué te trae de vuelta a mi pueblo, mi querido amigo? — inquirió el viejo
Mabana.
—Mi
querido patriarca y viejo amigo, amigos del poblado de Mobongo— empezó hablando
el viejo Oburu. El amor que tengo por vuestra familia, amor que sentí por primera
vez con mi queridísima Nkene, y que ahora empiezo a sentir por mi amada Angué,
es lo que me ha llevado a aceptarla como esposa, y no exigir la devolución de
mi dote. Me siento complacido y satisfecho con este matrimonio. Y me comprometo
ante mi gente y la vuestra, y ante los dioses de nuestros ancestros, y el Dios
de los cristianos, a amarla y cuidar de ella, hasta mi muerte.
—Eres
un buen amigo. Mi familia, yo y toda mi tribu, agradecemos tu gesto de buena
voluntad y tu bondad infinita—. Las mujeres gritaron de alegría con aquellas
palabras. El abuelo Mabana era famoso por su maestría al elegir las palabras en
las ceremonias, las dirigía él todas.
Angué
recuerda escuchar los gritos a lo lejos, todos parecían contentos, mientras ella
seguía sin entender nada.
—Ahora
eres una mujer— dijo la abuela. — Y ahora que te casas, tu familia pasa a ser
otra. No tengas miedo, las mujeres lo soportamos todo.
—Abuela,
no quiero casarme— dijo Angué en una voz casi inaudible. — ¿Dónde está mamá?
La
pequeña buscó con la mirada por todos lados sin encontrar a su madre.
—Tengo
miedo— dijo.
La
abuela la agarró de los hombros, y con la mirada fijada en sus ojos la dijo:
—tu
madre también tiene miedo, y por eso ahora está triste, porque no se quiere
separar de ti. ¡Es una cobarde!, igual que tu hermana, que tuvo miedo y se
mató, ¿quieres ser cobarde tú también?
—No
abuela.
—Así
me gusta, mi nietecita favorita no puede ser una cobarde.
Angué
recuerda haber visto por un breve instante a su madre, quien salía de la parte
trasera de la cocina, recuerda su mirada triste con ternura. Se la veía
suplicante, llorosa y triste. Quiso lanzarse hacia ella, pero la abuela y las
demás mujeres la condujeron hacia la casa de palabra. Y no recuerda nada más.
Se
la vienen a la memoria trocitos de este momento como destellos de luz, las
imágenes de la noche de bodas, el anciano sentado en una cama cómoda, la lámpara
colgada cerca de la puerta, su voz ronca y envejecida invitándola a compartir
la cama y…, su peso, nunca pudo olvidar su peso sobre ella, y las palabras de
su abuela: —“no le niegues la intimidad del lecho a tu esposo”, y el dolor que
interrumpió este recuerdo, fue insoportable, y la lámpara que se fue apagándose
hasta ser consumida por la oscuridad.
La noche de bodas fue interminable y la pequeña Angué nunca salió de ella, esta noche nunca se terminó, nunca llegó a amanecer. Ahora, ya siendo una vieja, la mujer seguía atrapada ahí, con aquel hombre que tenía la edad de su abuelo sobre ella. Hay días que despierta sin poder respirar.
El llanto de una niña forzada a ser mujer
El
poblado se veía hermoso, brillante e impoluto. En el aire flotaba el dulce
arroma de una comida recién hecha. La pequeña nunca había percibido un olor tan
rico y tan agradable a la vez.
Engoo era un poblado enorme, los patios eran
pequeñas aldeas que pertenecían a cada familia, el patio del señor Oburu era el
más grande de todos. Cada una de las treinta mujeres tenía su propia casa. Y en
el centro, se encontraba la casa principal, donde el hombre vivía con su
concubina novicia, título que ahora pertenecía a la pequeña Angué.
La
condujeron a la casa de la primera esposa, ella tomó de la mano a la pequeña y
la condujo hacia una hermosa cama preparada con sabanas limpias, bien decorada.
Nunca la muchachita había visto nada tan hermoso, la ayudó a lavarse las manos
y la dieron de comer; su felicidad era tal que, por momentos, la pequeña era
incapaz incluso de pensar en los padres que acababa de perder.
Estaba
enormemente feliz.
Cuando
llegó la noche, en la hora de dormir, la pequeña fue conducida a la casa grande
por las demás mujeres. Las canciones y los gritos de alegría se contraponían
con las miradas tristes y lastimosas de algunas mujeres. Angué las veía todas,
y algo dentro de ella se alarmó, pero no le dio muchas vueltas y continúo
disfrutando de la bienvenida.
Las
mujeres estuvieron cantando un raro en el salón de la casa, y una a una, se
fueron saliendo, dejándola sola al final.
Estuvo
sola por un rato, hasta que vino Oburu, y la invitó a sus aposentos.
—Luego
del hermoso día, después de la deliciosa comida, de los infinitos regalos,
ahora tenía que cumplir con mi papel de mujer— recordó Angué con nostalgia.
—Me
sorprendió la mirada que puso, sus grandes ojos se abrieron y esbozó una
pequeña sonrisa, lo único que me dijo fue, que yo era su pequeña chica, la más
hermosa entre sus mujeres, yo no entendía qué significaba, pero aquella voz
tierna con la que lo dijo, me hizo sentirme feliz.
—Eres
realmente hermosa— gimoteó Oburu. Su voz había cambiado, su mirada también. Yo
no entendía lo que me decía, pero sonreía, quería saber qué significaba ser
hermosa, en mi ingenuidad se lo pregunté y me dijo que no tuviera prisa, ya lo
entendería con el paso del tiempo. Y empezó a tocarme, su forma de acariciar mi
cuerpo me hacía sentir cosquilleo, es más, me sentía cuidada…, feliz. De
pronto, me dijo de abrirme de piernas y siguió tocándome. Entre los nervios y
extrañas sensaciones le dije:
—Papá
Oburu, ¿Qué estás haciendo? — mi voz sonó pausada y temblorosa.
Me
miró a los ojos y su rostro se tornó triste, y con los ojos llorosos, de la
emoción, supongo, me dijo:
—Nunca
me llames papá —solo Oburu o Mi señor.
Era
tan ingenua que, sin pensarlo, le dije: —Mi señor, no me siento bien cuando me
tocas ahí abajo— se puso a reír, me tomo en brazos y me puso sobre la cama con
suavidad.
Me
despojó del pequeño vestido que llevaba encima, me resistí por un momento. Pero
no tenía la fuerza necesaria. Al rato, ya estaba sobre la cama, sin nada
cubriendo mi cuerpo, salvo mis pequeñas manos que cubrían mis pequeñas partes.
Se inclinó sobre mí, y su sombra me cubrió por completo. Nos arropó con las sábanas.
Quise salir, pero me tenía atrapada entre las sábanas, sin poder moverme:
—Deja
de resistirte—, ordenó, y mi pequeño cuerpo se quedó inmóvil, paralizado y
temblando.
—Te va a doler un poco, pero después disfrutarás— dijo, y recordé que la abuela había dicho las mismas palabras. “no le niegues la intimidad del lecho a tu esposo”, me había dicho, —te va a dolor, pero luego disfrutarás. Ahora todo tenía sentido, esto debía pasar. Y mientras estos pensamientos ocupaban mi mente, el dolor me sobrevino. Se suponía que debía disfrutarlo, pero no lo disfruté, nunca supe lo que debía haber disfrutado, y así fue todo el tiempo que convivimos.
Nkene, 1970
La
pequeña se encontraba justo en esta misma cama, su hermosura se apreciaba
difícilmente debido a la poca luz que había en la habitación.
Oburu
irrumpió en la estancia ebrio y oliendo a leche de palmera. Vio al hombre en
frente de ella y sintió miedo. Recordó a su padre, las ocasiones que impulsado
por la magia de la leche de palmera le hacía horrores a su madre y algo en su
mente la hizo entender que esta sería una noche muy larga.
—¡Quítate
esto que llevas puesto!, ordenó el hombre balbuceando las palabras. La pequeña sabía
perfectamente a lo que se refería, había sido preparada por su madre para
cuando llegase este momento, y había vivido infinitas experiencias de cuando su
madre trataba con su padre borracho. Hizo como si no comprendía, pero Oburu
insistió.
—¿No
prefieres descansar un rato, esposo mío? —dijo imitando la suave voz de su
madre. El hombre que sabía identificar una manipulación, aun en su punto más
ebrio, debido a la abundante experiencia que había acumulado tras casarse más
de treinta veces, lo identificó enseguida. Esbozó una escalofriante sonrisa. Y
en su mente se disparó un pensamiento: “debía cortarle las alas desde el
principio”, no quería cometer los mismos errores con ella, dejar que piense que
podía manipularle como había hecho con las demás.
Le
soltó una terrible bofetada a la pequeña y la ordenó de nuevo: —¡sácatela
maldita inútil!
Por
la pequeña e inocente cabeza de la muchacha, pasó un mundo de cosas y al final
pudo entender aquella frase de su madre: “no le niegues la intimidad a tu
esposo, nunca”. Su futuro, la vida que se había imaginado y todo lo que era y
soñaba hacer, se había metido por un tubo. No dijo nada más, solo dejó caer las
lágrimas en su triste e inocente rostro. Se desvistió, y se quedó paralizada,
con sus manos intentando cubrir su desnudez. Oburu apartó las pequeñas manos de
Nkene, e inconscientemente ella volvió a taparse.
Otro
bofetón la tiró al suelo.
—¡Levántate!
— ordenó el viejo, —y deja de taparte. ¿Acaso no te han enseñado nada? — la
pequeña gimoteó dolorida, le picaba el rostro y se sentía avergonzada y
humillada. Él la agarró del hombro, la tiró sobre la cama y se puso encima de
ella a hacerla estas cosas de las que su madre la había hablado y aconsejado de
que tenía que soportar.
A la mañana siguiente, la pequeña sentía que ya no quería estar en aquella casa, que, aunque la dieran todos los lujos que existieran en ese mundo, ni eso sería suficiente para que ella pudiera soportar una noche más aquella situación. Y casi inconscientemente comenzó a echar de menos a sus padres, y a aquella casita humilde en la que vivían, pero sobre todo a su hermanita, a la hermosa Angué, este hermoso ángel del cielo que era su fortaleza.
En tierras desconocidas, 1972
Habían
pasado dos años y la muchacha seguía sin quedarse embarazada, las visitas a su
habitación empezaron ser más frecuentes, sin dejarla un respiro, todos los días
y seguía sin concebir. Los insultos se sumaron a los ya acostumbrados golpes, y
al final, empezaron a visitarla otros hombres, todos los huéspedes del señor
Oburu se pasaban las noches con la pequeña.
Nkene
lo sabía, todo el maltrato que estaba sufriendo se debía a que aún no se había
quedado embarazada, buscó ayuda, pero nada. Y los hombres seguían visitándola,
todas las noches.
Un
día, sentada en su cuarto, se la vino un pensamiento: “debía acabar con todo”.
Pensó en su hermana, en lo mucho que la extrañaría, en su dolor cuando supiera
de su muerte y…, empezó a llorar. — “pero esta no es vida” — se dijo.
Pensó
en su familia, en lo bien que la habían cuidado desde pequeña, pensó en su
madre, en sus consejos, en su ternura. Y después se la vino en la mente la
imagen de su esposo, su furia, sus golpes, sus insultos. Los hombres de Engoo
que se habían acostado con ella, y su imposibilidad de cruzarse con ellos sin
sentir miedo y vergüenza. Se la sobrevinieron las miradas de las demás mujeres,
sus palabras chocantes en cada conversación, en cada discusión, la recordaban
incesantemente lo inútil que era, que era estéril, que estaba seca, y más
recientemente, la apodaban la pera de Engoo.
Y
se podía imaginar a los desconocidos que supieran de su muerte. Los podía ver
claramente hablando de ella sin conocerla, podía escuchar sus voces
preguntándose: ¿Qué angustiosos tormentos, qué ocultas desdichas, qué horribles
desencantos llevan a una muchacha de semejante hermosura llegar a la conclusión
de quitarse la vida?; y cada uno llegaría a sus propias conclusiones, porque a
todos se nos da bien juzgar a otros.
Y
mientras más pensaba en ello, su determinación se fue haciendo más firme. Aprovechando
la suerte de estar sola, cogió una de las sábanas que tenía guardadas, un
regalo de bodas de su esposo. Pasó un extremo al listón central del tejado de
su cuarto, se colocó sobre un taburete, uno de los favoritos de Oburu, y metió
el cuello en el agujero que quedaba tras haber hecho los nudos.
La
falta de aire y dolor no tardaron en aparecer. Y la lucha por la vida invocó en
su mente, el rostro de su hermana, ahora la veía…, hermosa, sonriente y feliz;
recordaba ahora lo bien que se sentía cuando la abrazaba, y todos estos
recuerdos y las emociones que trajeron consigo, la hicieron arrepentirse de su
decisión.
Regresó
en sí e intentó sacarse el nudo del cuello, pero no pudo, quiso gritar, y
tampoco eso funcionó. Poco a poco se fue apagando, y solo se escuchaban los
gruñidos que rebotaban entre las cuatro paredes de su habitación, hasta que,
pasado un rato, dejó de luchar.
Y
esto fue todo, hasta ahí había llegado su vida y su sufrimiento.
Oburu
regresaba como siempre, “como había hecho los últimos meses”, borracho. Con la
intención de desfogarse con ella, aliviar su estrés con el calor de sus jóvenes
y suaves muslos.
—Si
no servía para tener hijos, que al menos sirva para relajarme—, este era su
pensamiento, mientras se dirigía al cuarto de la muchacha haciendo grandes
esfuerzos al caminar y chocando con todo a su alrededor.
—¡Nkene!, llamó el hombre, pero no hubo
respuesta por el otro lado, la habitación estaba cerrada, Oburu aplicó fuerza
sobre la puerta, pero no cedía.
—Muchachita
inútil, no te creas que por atorrar la puerta evitaras que pase lo que tiene
que pasar— dijo mientras golpeaba con fuerza la madera de la puerta.
Empujó
con fuerza, y la puerta seguía sin ceder. Creó escuchar unos pataleos en el
interior seguidos de unos gimoteos, después silencio, como si la pequeña se
hubiera escondido.
—Cada
esfuerzo que hago para abrir la puerta, aumentará la dureza de este momento, —
dijo el hombre sonriente, —hoy vas a sentirme como nunca antes.
Y tras esforzarse mucho, logró abrir la puerta, y su sobresalto al ver a la pequeña colgada de la viga, con los ojos sobresaliendo de sus órbitas. Su antes hermosa cara, ahora estaba hinchada y ennegrecida. Estaba pálida, inerte. Enseguida a Oburu se le fue la borrachera, sus ojos brillaron de conmoción, gritó por auxilio mientras intentaba descolgar a Nkene.
Angué, 1995
Angué
se encontraba tumbada sobre la misma cama, sus ojos estaban fijos en aquella
viga como si esperase ver algo en ella, y la nostalgia cubrió su cuerpo.
Llevaba
varios meses en Engoo y su vientre ya se elevaba notablemente. Se encontraba
tumbada sobre la cama y se preguntaba, qué horribles historias habría vivido su
hermana en aquel lugar.
Había
veces que sentía la presencia de su hermana en aquella habitación solitaria; la
sentía presente, como si estuviera a su lado, como si quisiera comunicarse con
ella, decirle que escapase. Lo veía todo con claridad en algunas ocasiones.
Pero, ¿a dónde iría?, ¿Qué salidas tenía?, y con pensar en estas preguntas, su
deseo de rebelarse se apagaba. Las mujeres no tienen ninguna herencia en el
hogar de sus padres, y escapar del matrimonio, solo traería deshonra y ruina a
la familia. Pensar en todo ello, la hacía resignarse.
Pasaron
los meses y nació su primogénito, Angué casi agradeció que no fuera una niña,
hubiera odiado tener que perder a su hija, tener que ver cómo otros decidían sobre
su futuro, y asimilar que ni ella ni su pequeña podían elegir el curso de sus
vidas.
La
alegría fue inmensa en el día de los cantos de cuna, por primera vez, la
pequeña se sintió realmente feliz.
Angué
vivió cinco años casada con Oburu, y el viejo murió, ella tenía ya dos hijos.
Las
tradiciones obligan a las mujeres viudas a casarse con los parientes próximos
del finado, así que todas las esposas de Oburu pasaron a pertenecer a los
hermanos de este, a excepción de Angué, que pasó a pertenecer al primogénito
del hombre.
Y otra vez, la ahora hermosa mujer, se unía en matrimonio con un hombre que ya tenía otra familia, una familia muy numerosa, además.
Un nuevo amanecer, 2019
—Abuela,
¿qué quieres para desayunar? — dijo una hermosa niña de pelo afro rojizo.
—Tráeme
el envuelto de cacahuete de ayer — dijo Angué, la mujer mantenía el brillo de
su juventud, era hermosa, alta, fuerte y esbelta. La pequeña Ana se fue a la
cocina, sus enormes ojos recorrieron la estancia. La cocina era muy distinta a
lo que la había contado su abuela. Muchas veces, Angué se sentía una extraña en
este inmueble. Muchas veces se sentía perdida en su interior, no sabía
encontrar las cosas. Por eso prefería pedirle a su nieta que se las traiga.
Pasaron
unos minutos y la pequeña apareció con una porción del cacahuete en un plato. La
pequeña tenía ya dieciséis años, y cuando Angué la miraba fijamente, podía ver
en ella, y en sus otras nietas, a Nkene, su hermana. Ya han pasado muchos años
desde que murió, pero podía verla viva en el vigor de la pequeña Ana.
Hace
mucho que las mujeres eligen, Angué siente que es un privilegio para ella, ver
que las mujeres pueden elegir al fin con quien casarse, o si quieren casarse. Y
siempre que se acercaba una boda, no podía evitar recordar la suya. Sus padres,
estaban sentados con el atuendo ceremonial, su abuelo, como el padre de la
familia, dirigía la ceremonia, el viejo Oburu había venido con toda su gente,
toda su tribu, hombres y mujeres. Y en medio de todos, la pequeña Angué que no
entendía lo que estaba sucediendo.
Ella
recuerda los años de matrimonio con Oburu, las alegrías sentidas al tener a
cada uno de sus hijos. Y después, la muerte del hombre, la nostalgia de perder
a su esposo, y el alivio de no tener que seguir soportando sus visitas conjúgales.
Recuerda la ceremonia de defunción, el rasurado de sus hermosos cabellos, los
insultos de parte de las hermanas del hombre, los maltratos y las
humillaciones. Y lo peor de todo, recuerda con frustración el momento en que se
decidió que ahora pasaba a pertenecer al hijo mayor de Oburu como esposa,
uniéndose una vez más, a otro hombre, en contra de su voluntad tenía que unirse
a un hombre y a sus otras dos esposas.
Ahora lo recordaba todo como aguas pasadas, en este momento, Angué era una mujer vieja, tenía muchos nietos y podía disfrutar de ellos en las vacaciones. El poblado de Engoo había cambiado notablemente. El poblado que antes era un conjunto de aldeas, ahora casi era una ciudad, y no tenía nada que envidiar de otros lugares. Las casas eran modernas, las carreteras, y demás construcciones, habían hecho de Engoo, un hermoso lugar para vivir, la mujer era feliz y ahora tenía una lucha: “que sus hijas y sus nietas, y otras mujeres puedan elegir vivir sus vidas como mejor les pareciera”.
Nuestros sueños, nuestras esperanzas
—“El
sueño de toda mujer es tener un buen marido, un hombre que sea buen trabajador
y la ame. Estas son palabras que vienen a mi mente cada vez que recuerdo a mi
madre. —dijo la mujer vieja dirigiéndose a sus nietos que estaban sentados a su
alrededor.
—Y
estas horribles palabras, las madres se las repiten a sus hijas incluso hoy —.
Todos sus nietos estaban mirándola emocionados y perplejos, casi con
incredulidad, nadie en ninguna época de nuestra historia podía haber vivido
realmente los desastrosos relatos que les estaba contando. —Mi sueño— dijo la
mujer a continuación, — es ver que mis hijas pueden elegir, esta es mi lucha; y
claro, también me hace feliz pensar que mis hijos han sido educados de tal modo
que respeten y amen realmente a sus esposas.
Y
señalando hacia las muchachas y a los muchachos dijo:
—
y quiero que sea vuestra lucha también.
La
pequeña Ana, conmovida por la triste historia, se estremeció. Ella podía ver a
su abuela, un poco más pequeña que ella, tener que sufrir el dolor de ser
violentada de esta manera por aquel hombre que tenía la misma edad que su
abuelo. Imaginarlo siquiera la repugnaba. Su rostro se torció triste. La abuela
Angué se fijó en su expresión y recordó su sentir cuando la abuela Akele, la
contó su historia. Llamó con la mirada a la pequeña, ella se acercó y fue a
caer en sus brazos como de costumbre.
—Hay
mujeres que sueñan con casarse, tener un buen marido y criar hermosos hijos; las
hay que sueñan con conseguir una licenciatura, un buen trabajo y su propia casa.
Cualquier mujer tiene derecho a tener sus propios sueños. También tienen
derecho a soñar con viajar, cantar, dibujar, ser modelos o pilotos, amar y ser
amadas…, sobre todo y lo más importante, tienen derecho a elegir sus propios
sueños— dijo la mujer, mirando con ternura a sus nietos.
—El
sueño de toda mujer, es poder conseguir cualquier objetivo que se marque. Y mi
sueño es ver que todos se suman a este sueño, y lo estamos logrando, y
seguiremos avanzando en este camino.
Si
eres mujer y estás leyendo la historia de Angué, recuerda: “tu lucha, es la
lucha de todas”. Los matrimonios entre los menores, o de una menor con una
persona adulta, están prohibidos por nuestra constitución. No seas cómplice,
denúncialo. Tanto hombres como mujeres, todos tenemos los mismos derechos y
oportunidades. Las niñas tienen derecho a la educación, si en tus círculos hay
familias cuyas hijas no van a la escuela por ser niñas, no seas cómplice,
denúncialo. Si conoces a niñas menores que han sufrido violencia sexual de
parte de sus padres, o algún otro familiar, no seas cómplice, denúncialo.
Denunciemos
los actos malvados que afecta o deterioran el sano crecimiento de las niñas y
mujeres de nuestro país. Seamos conscientes, hay personas que están sufriendo.
Si
vives una situación de las que se ha descrito en la historia, denúncialo. Si
conoces a alguien que sufre violencia, una mujer o una niña, y no lo denuncias,
eres cómplice.
OBRA GANADORA DEL CERTAMEN LITERARIO 12 DE OCTUBRE DÍA DE LA HISPANIDAD 2023.
CATEGORÍA: NARRATIVA
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